En un pequeño rincón del barrio Las Viñas, en Guaymallén, hay una casita que resiste como pueden resistir sólo las obras nacidas del amor. Es "La Casita de Guadalupe", donde la vida transcurre entre el bullicio, los almuerzos multitudinarios, los cuadernos y los abrazos. Allí, Sergio Lacon, mendocino, ex sacerdote, trabaja como voluntario. A los 20 años tomó una decisión que lo cambió todo: entrar al seminario. Pero más tarde su vida dio un vuelco y hoy vive una vida eremítica.
Así es como hoy, muchos años después, su historia parece hecha de varias vidas en una: fue sacerdote, se alejó de la Iglesia para no romper su fe, se casó, tuvo tres hijos, se divorció, obtuvo la nulidad de su matrimonio, y desde hace tres décadas vive una vida eremítica, apartada del ruido, dedicada al silencio, la oración y el servicio. Un hombre que nunca dejó de amar como aprendió de Jesús, pero que encontró su manera propia, libre y luminosa, de hacerlo.
“Recibí mucho en mi vida -dice- y siento que tengo que compartir lo recibido. Soy lo que soy gracias a compatriotas que confiaron en mí. Debo honrar esos ejemplos”.
Esa frase resume no sólo su misión, sino también el pulso íntimo de su historia. Una historia que empezó con un joven egoísta -como él mismo se define- criado en una familia pudiente de San Martín, con lujos, viajes, deportes y comodidades, y que, sin embargo, sintió un día que lo material jamás iba a responder lo esencial.
“No fue un proceso. Un día vi la obra del padre (Benaminio) Baggio, su humildad, su entrega a los niños pobres y enfermos, y algo se encendió. Me decidí de un día para el otro”, cuenta.
Había encontrado un sentido que no lo abandonaría nunca más.
Siete años de seminario, tres de sacerdocio y una crisis que lo obligó a elegir
Sergio se formó durante más de siete años. Estudió Filosofía y Ciencias Sagradas. Vivió la vida del seminario con intensidad, escuchando, rezando, aprendiendo a hacer silencio. “El padre Baggio fue mi maestro. Él me enseñó a orar, a escuchar la Palabra, a vivir desde el amor. Ese amor me cambió”, recuerda.
Fue ordenado sacerdote y pasó tres años misionando en Santa Rosa, Coquimbito y el barrio La Gloria. “Me dediqué a amar -dice con sencillez-. Abrí el corazón y trabajé en paz”.
Pero el cuerpo, que siempre avisa antes que la mente, empezó a pasarle factura. La brucelosis y un profundo agotamiento espiritual lo llevaron a plantearse una pregunta crucial: ¿seguir o preservar su fe?
“Me alejé para no perder la fe. Sentí que no me daba el cuero para continuar el ministerio. Fue una decisión dolorosa, pero necesaria”.
Nunca renegó de la Iglesia, jamás dejó de ir a misa, y todavía -admite- extraña confesar y celebrar la Eucaristía. Pero entendió que su sacerdocio sería otro, un sacerdocio del mundo, del hacer, del estar.
“Soy más sacerdote ahora que antes”, analiza.
Fue sacerdote, formó una familia y tiene la certeza de que los vínculos también santifican
Después de alejarse de los hábitos, se casó y fue padre de Talía y de los mellizos Pablo y María José. “Fue y sigue siendo una experiencia hermosa -dice-. Mis hijos son genuinos, excelentes, muy unidos a la Iglesia. Me siento orgulloso de ellos”.
El matrimonio hoy está declarado nulo, y él se considera oficialmente soltero. Vive retirado, en una vida eremítica profunda, marcada por la oración, el trabajo silencioso y la absoluta sobriedad. Un estilo de vida que describe como “paz pura, fruto de la luz de Jesús”.
“Es una vida de silencio, espiritualidad y perfil bajísimo. Orar es amar. Ora et labora, como decía san Benito. Rezo por todos: por los enfermos, por las víctimas de la guerra, por los que nadie recuerda”.
Pero ese retiro no es aislamiento. Es raíz para dar. Es la fuente desde la cual sale todos los días a compartir.
"La Casita de Guadalupe", donde el ex sacerdote es voluntario: el milagro de amar sin esperar nada
Hace años, una familia donó una casita humilde en el corazón del barrio Las Viñas. Sergio no dudó. Lo que había aprendido de Baggio —el amor como acción concreta— tenía que tomar forma.
Así nació "La Casita de Guadalupe", hoy parte de la Asociación Tarcisio, un hogar de día donde niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad encuentran alimento, apoyo escolar, talleres, actividades recreativas, y algo que en muchos hogares falta: afecto y presencia.
“Amo lo que hago -asegura Sergio-. Cuando veo a los chicos tan necesitados de cariño, vuelvo al foco. Me apoyo en ellos. Me hacen feliz”.
No dependen del Estado. Se sostienen "con la Providencia", como él dice, y con voluntarios que aparecen cuando más se los necesita.
“Jamás nos ha faltado nada. Cuando hay amor y decisión, lo demás viene por añadidura”.
La casita no es solo un comedor. Es una escuela de vida. Los chicos aprenden oficios, estudian, juegan, salen de excursión. Es un puente. Un puente que cambia vidas.
Y Sergio, que camina entre las mesas con zapatillas gastadas y una sonrisa suave, lo sabe.
La vida eremítica: lejos del ruido, más cerca del sentido.
Mientras el mundo avanza a una velocidad imposible, Sergio eligió frenar.
Vive solo, sin ostentación, sin pantallas, sin excesos. Su casa es un refugio espiritual. Su rutina, un rezo continuo.
“Es vivir apartado para estar más cerca. Silencio, oración, luz. Amar desde adentro”, explica.
No es un escapismo. Es un compromiso radical. “Ser voluntario es ser un dulce para quienes te rodean. Amar es estar disponible”, repite.
Un hombre que fue sacerdote y que se define por lo que da, no por lo que dejó
Cuando uno le pregunta qué perdió al dejar la Iglesia, el matrimonio o la vida convencional que podría haber tenido, sonríe. Él no habla de pérdidas. Solo de bendiciones.
“Creo que tuve el regalo de la constancia. Perseverar sin aflojar. Con amor nada cuesta trabajo”, cita a san Agustín.
Se considera un depósito de amores recibidos. Y lo que hace -lo que hizo siempre- es devolver.
Sergio habla pausado. Ya no tiene apuros. Dice que todos podemos ser mejores. Que la clave está en mirar al otro, aunque sea un ratito.
“Quien visita La Casita vive un antes y un después. El corazón cambia cuando uno se acerca a los que sufren. Hace 23 años era un ranchito. Ahora un digno edificio”, compara.
Invita a sumarse, a ayudar, a donar tiempo, manos, ideas.
“Todos los días aprendemos a ser mejores”, insiste.
Y entonces, resume su vida en una frase que podría encabezar cualquier evangelio moderno:
“Estoy lejos de los egocentrismos y cerca de la alegría infinita. Eso sí: siempre muy cerca de Dios”.
No es siquiera la de un voluntario incansable. Es la historia -simple y monumental- de un hombre que se animó a cambiar su vida cada vez que el corazón se lo pidió.
Un hombre que renunció a todo lo que tenía para quedarse con lo único que importa: amar.










