Se crio en una casa precaria, sin luz, agua ni gas, con un candil como único modo de alumbrarse y un colchón agujereado como cama. El hambre fue un fantasma constante. “Recuerdo llorar por hambre, de dolor en los intestinos. Dormía encogido porque no había comida. A veces no iba a la escuela porque no tenía qué ponerme. Cuando iba, llevaba una bolsita con un cuaderno, un lápiz a la mitad y una goma. Esos eran todos mis útiles. Si tenía guardapolvo, era alguno regalado. Muchas veces iba en alpargatas, y otras ni eso”, cuenta.
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"Alos 18 años, cuando allanaron la casa de mi madre, prometí encontrar un rumbo. Y lo logré", dice Esteban, que vivió toda la vida en San Rafael.
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En ese escenario de carencias, la necesidad se transformó en delito. “Robaba pan para llevar a mi casa. Esperaba que el panadero entrara al negocio y le sacaba la bolsa. No era por maldad, era por necesidad. Pero después se fue convirtiendo en un hábito. A los seis años ya estaba delinquiendo”, confiesa.
El apodo de “Mielcita” porque todo se le pegaba en las manos
Con los años, la necesidad se mezcló con la adrenalina. Esteban empezó a entrenarse para robar: corría, hacía ejercicio, se preparaba como si fuera un oficio. “A los ocho años recuerdo haber robado la recaudación de un negocio. Había mucho dinero, eran australes. Entraba a los lugares cuando no había nadie, me llevaba bicicletas, vehículos, lo que pudiera. Me entrenaba para hacerlo mejor”, relata.
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Esteban junto a una de las cuidadoras del instituto de menores donde se crió. "He llorado del dolor que me causaba el hambre. Dormía acurrucado", evoca hoy.
Ese mundo le dio un apodo que lo acompañó en el barrio: “Mielcita”. “Me decían así porque todo se me pegaba en las manos. Era conocido por eso, por robar. Hoy gracias a Dios soy conocido por otra cosa, pero en ese momento esa era mi fama”, admite.
La violencia no tardó en rozarlo. Una de las escenas que todavía recuerda con nitidez ocurrió cuando tenía 8 años. “Me atraparon en un lugar donde había entrado a robar y me apuntaron con un 38 en la cabeza. Era brillante, veía las balas. Si ese hombre se hubiera asustado, me mataba. Creo que lo que lo detuvo fue verme tan chico. Eso me marcó, pero lejos de asustarme me potenció: me entrené más para robar, para ser mejor en eso. Ya no era solo por necesidad, era por la necesidad de hacerlo”, reflexiona.
La primera institución para menores y la delincuencia que continuó
El descontrol en su vida llevó a su madre a tomar una decisión desesperada. “Yo no iba a la escuela, golpeé a una maestra, repetía. Mi mamá no me podía sujetar más. Una patrona de ella, que era cristiana, le sugirió llevarme al Hogar La Esperanza en Rama Caída. Ingresé ahí porque ya no me podían manejar”, cuenta Esteban.
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Junto a Valeria construyeron una familia numerosa: tienen 5 hijas.
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Allí vivió hasta los 16 años. Terminó la primaria, empezó la secundaria, aprendió reglas y disciplina. Sin embargo, la rebeldía pudo más. “Dentro del hogar volví a delinquir. Me portaba mal. Tomaron la decisión de expulsarme. Salí enojado, aunque la culpa era mía. Y afuera me potencié aún más en el delito”, recalca.
El regreso a la calle lo llevó a organizar su propia banda para robar. “Ya no me alcanzaba con cosas pequeñas. Quería más. Me entrenaba, desarmaba bicicletas, corría. Me potencié como delincuente”, reitera con una sinceridad asombrosa.
Las 24 causas penales y el día que se entregó a la policía
El espiral era imparable. A los 17 años acumulaba nada menos que 24 causas penales. La policía allanaba la casa de su madre en busca de pruebas. “Éramos pobres pero mi mamá siempre tenía la casa limpia, en condiciones. Ver cómo le daban vuelta todo me dolía. No quería que ella sufriera por mis errores. Entonces decidí entregarme”, recuerda.
Acompañado por su hermana mayor, se presentó en la comisaría. De allí lo derivaron al Hogar Laboral de Menores. Tenía por delante la posibilidad de quedar preso apenas cumpliera los 18.
“Cuando hicieron el interrogatorio y sumaron todo, eran 24 causas. Yo sabía que si cumplía la mayoría de edad ahí adentro, me mandaban directo a la cárcel. Entonces empecé a pedirle a Dios que me ayudara. No quería morir ni terminar preso”, cuenta.
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Primer día de clases en la escuela de adultos. Es un alumno brillante, señalan sus docentes.
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La violencia también lo alcanzó dentro de esa institución. “Una vez me pusieron una 9 milímetros en la cabeza. Otra vez me prendieron fuego el colchón. No quería terminar así. Le pedí a Dios que me ayudara, porque no había otra salida”, continúa.
La buena conducta le abrió una puerta inesperada: el reintegro, es decir, la libertad. “Fue la primera vez que sentí que mi vida me pertenecía, aunque mi vida le pertenece a Dios. Pude salir y me propuse buscar una iglesia”.
El encuentro que cambió su vida: de delincuente a persona de bien
Tenía 18 años cuando llegó a una iglesia evangélica y conoció al pastor Raúl Pesoa. “Él fue como un padre. Me enseñó valores como el respeto y la humildad. Me mostró otro camino. Ahí empezó mi proceso de cambio”, asegura.
Ese fue el punto de inflexión. “No era drogadicto ni alcohólico, pero era un delincuente en potencia. Necesitaba un cambio. Dios fue parte de eso. No lo veo como una religión, sino como una forma de vida. Creer en Él me permitió salir adelante”, explica.
El camino no fue mágico ni inmediato, pero fue constante. “Dios puso gente a mi alrededor, como mi pastor, que me guió. Empecé a trabajar, a ordenar mi vida. Por primera vez no tenía que mirar sobre mi hombro para ver si venía la policía”, dice.
El amor y la familia como motor para salir adelante
En 2001 Esteban conoció a la mujer que sería su esposa. Un año después se casaron. Con ella construyó una familia que hoy está integrada por cinco hijas.
“De tener un futuro imposible pasé a tener lo más importante: una esposa y cinco hijas. Eso también fue parte de mi transformación. Antes me levantaba de madrugada para salir a robar; después me levantaba de madrugada para atender a una de mis hijas. La familia me cambió, me dio otra razón de vivir”, afirma.
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Esteban es un amante de la cultura campestre y hasta grabó un CD recitando en criollo.
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La vida de pareja tampoco fue sencilla. “Somos de culturas y pensamientos distintos, pero hemos podido sostenernos 23 años juntos. Mi esposa me acompaña, me aguanta, está conmigo en todo. Mi familia fue y sigue siendo fundamental. Tener princesas como hijas es una bendición”, dice con un orgullo que se nota en su mirada.
El presente: pastor, albañil y estudiante ejemplar
Hoy, a los 47 años, Esteban tiene una vida muy diferente a la que parecía escrita para él en la adolescencia. Trabaja de albañil, es pastor de una iglesia evangélica junto a su esposa y estudia en el CEBJA N° 3-102 “Combatientes de Malvinas”, en San Rafael. Si todo sigue bien, egresará en 2026 con el título secundario que la delincuencia le arrebató a los 16.
“Podría haber sido veterinario o técnico agrónomo si hubiera estudiado en su momento, pero no lo hice. Por eso les digo a mis compañeros que aprovechen el tiempo, que no dejen pasar la oportunidad. Nunca es tarde, pero el tiempo no vuelve atrás”, reflexiona.
En el CEBJA es considerado un alumno ejemplar. Participa activamente, contagia entusiasmo y habla de su vida sin esconder nada. “Cuando me piden una autobiografía, siempre digo que mi vida parece una película. Pasé por muchas cosas, algunas que no cuento porque sería muy largo. Pero hoy estoy acá, estudiando, trabajando y ayudando a otros”.
De “Mielcita”, el niño ladrón, a pastor que escucha y no siente pudor al contar su historia
Su transformación se refleja en cómo lo llaman hoy. “Antes era el Mielcita, el que todo lo robaba. Hoy soy pastor. No es porque yo sea más que otros, sino porque Dios tuvo misericordia conmigo. De gracia recibí, de gracia doy. Mi tarea es mostrarle a otros que se puede salir, que hay un camino”, insiste.
Esteban adelmo abanderado
En un acto en el CEBJA N° 3-102 “Combatientes de Malvinas”, en San Rafael, donde fue abanderado. En 2026 finaliza la secundaria, una cuenta pendiente.
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Esa es la misión que lo mueve: ayudar a otros jóvenes que atraviesan lo que él atravesó. “Lo que más quiero es que sepan que la necesidad no tiene que ser un trampolín para la delincuencia, sino un trampolín para pensar en vivir mejor. Cuando uno quiere, puede cambiar. Yo lo viví. Y si yo pude, cualquiera puede”, sentencia.
Hoy, Esteban recuerda su pasado con crudeza pero sin vergüenza. “Recuerdo llorar por hambre, vivir sin servicios básicos, sin baño, sin nada. Dormir en un colchón agujereado. Ese fue mi inicio. Pero hoy eso es un recuerdo nada más. Hoy tengo una familia, un trabajo, una iglesia, y sobre todo, paz”, repite.
Su mensaje es claro: “La necesidad no justifica delinquir. Hay que usarla para esforzarse y ser mejores personas. Se puede salir de la delincuencia, de la tristeza, del odio, de la amargura. Yo lo hice porque me aferré a Dios y porque decidí cambiar. No hay mejor salida que esa. Lo digo con conocimiento de causa”, señala.
Esteban Aurelio Adelmo, el niño que fue ladrón a los 6 años, el joven que tuvo 24 causas penales antes de los 18 y el hombre que pudo haber muerto en cualquier esquina, es hoy pastor, padre de familia, trabajador y estudiante. Y es él quien lo sintetiza de esta manera: “La redención es posible”.