Allá por 1992, cuando presentaba su novela El pez en el agua, Vargas Llosa conoció a Gerardo Bongiovani, un rosarino de la Juventud Liberal que terminó organizándole una gira por el país.
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El pez en el agua, uno de los libros de Mario Vargas Llosa.
Pasó por varias ciudades, incluyendo la nuestra. Era un periplo extenuante que el futuro premio Nobel aprovechó para leer, “a salto de mata”, Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, libro que le había proporcionado el propio Bongiovani al recibirlo en el aeropuerto.
Vargas Llosa quedó sorprendido por la estructura del relato y escribió sus impresiones -que involucran a nuestro viejo Hotel Plaza- en “Los placeres de la necrofilia”, publicado en La Nación, en febrero de 1996.
El artículo es extenso, pero vale la pena detenerse en este párrafo: “Yo, que detesto con toda mi alma a los caudillos y a los hombres fuertes y, más que a ellos todavía, a sus séquitos y a las bovinas muchedumbres que encandilan, me descubrí de pronto, en la madrugada ardiente de mi cuarto con columnas dóricas -sí con columnas dóricas- del Gran Hotel Tucumán, deseando que Evita resucitara y retornara a la Casa Rosada a hacer la revolución peronista regalando casas, trajes de novia y dentaduras postizas por doquier, y, en Mendoza, en las tinieblas de ese hotel Plaza con semblante de templo masónico, fantaseando -¡horror de horrores!- que, después de todo, ¿por qué un cadáver exquisito -luego de inmortalizado-, embellecido y purificado por las artes de ese novio de la muerte, el doctor Ara, no podía ser deseable?”.
Pasaron los años y, en este cercano 2018, la invitación que le realizó el entonces gobernador Alfredo Cornejo a una cena de la cual participamos unos pocos periodistas, en la residencia oficial de La Puntilla, nos deja otra anécdota para el fabulario local.
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2018. Mario Vargas Llosa con el gobernador Alfredo Cornejo.
La mesa está animada. Vargas Llosa, un hombre de mundo, no rehúye ningún tema, al igual que su hijo Álvaro. Incluso hace interesantes preguntas sobre la situación provincial. Alma de columnista y escritor, al fin.
En un momento, la charla deriva hacia el asunto minero. El ilustre invitado comenta, haciendo un parangón con Mendoza, que en su país el pueblo de Cajamarca se oponía a la explotación, a pesar de que iba a llevar un gran crecimiento y desarrollo a la región.
Ipso facto, Juan Carlos Jaliff, ex vicegobernador y empedernido lector, inserta un simple comentario: “¡Ah, en Cajamarca! Adonde va a vivir un tiempo el personaje central de El sueño del celta” (Roger Casement).
Vargas Llosa frunce el ceño y retruca: “No. Nunca fue a Perú”.
Jaliff está seguro de su dato. Pero no sigue insistiendo. Se encuentra nada menos que frente al autor del libro.
Cinco minutos después, Vargas Llosa le toca la pierna y le dice: “Tiene razón, mi amigo”. Y completa la historia contando que, cuando estaba escribiendo la novela, encontró en Cajamarca una calle con el nombre del personaje central de su libro, pero que nunca supo porqué le habían llamado así”.
Hasta el día de hoy, Jaliff retiene el suceso pasajero como un tesoro inolvidable para un amante de los libros.
“Eso -dice, con emoción- me hizo ver la humildad de ese escritor, porque se podría haber quedado callado. Pero me lo reconoció delante de todos, lo cual habla muy bien de él. Lamentablemente se murió el último autor del boom latinoamericano. Fue uno de los grandes escritores de habla hispana y del mundo. Una tristeza”.
Un cuento cuyano que sirve para despedir a un inmortal. El título podría ser: “El día que Vargas Llosa se reencontró en Mendoza con uno de sus grandes personajes”.