Cuentos en vacaciones

Dólares

La repentina muerte de Julia, la quiosquera del barrio, dio paso a un hallazgo inesperado en dólares y a una revelación impensada

Del quiosco me ocupo yo, decidió el muchacho.

El padre y el hermano aceptaron en silencio.

Mañana lo abro de vuelta, anunció.

Entonces, cada uno volvió a lo suyo.

...

Decir que volvieron a lo suyo es una forma de decir porque aunque los chicos retomaron los estudios y el padre se ocupó nuevamente del taller, ninguno salía del estupor por la repentina muerte de la madre y esposa.

Mientras dormía, un infarto había terminado con la vida de Julia, la quiosquera, pocos días atrás. Sin embargo, la vida debía continuar y la recaudación del negocio -mucha o poca- era siempre un salvavidas familiar por eso del efectivo siempre a mano.

La venta de puchos, caramelos 1/2 Hora y bebidas dejaba un margen para pagar los viajes en colectivo de los chicos; el fiambre y los helados del verano sí daban buenas ganancias pero el fuerte del negocio era estar abierto todos los días del año, incluso domingos y feriados, desde muy temprano y hasta muy tarde. Y con la quiosquera siempre sonriente, algo que también añoraba la clientela.

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Los caramelos 1/2 Hora, uno de los fuertes del quiosco de esta historia de ficción.

Los caramelos 1/2 Hora, uno de los fuertes del quiosco de esta historia de ficción.

Las primeras horas de la reapertura se fueron entre algún llanto, mensajes de consuelo, la limpieza de las estanterías y el repaso de la mercadería en existencia y la que faltaba.

No había cigarrillos de primera marca –los más pedidos-; caramelos grandes de dulce de leche ni gaseosas. Tampoco galletitas ni obleas. La heladera del mostrador estaba desierta: ni queso para pizza ni jamón, tampoco salchichón primavera. Apenas, una colita de una mortadela bocha.

La lista de las compras era cada vez más extensa. Salsa casera, condimentos, azúcar; obleas y turrones.

El freezer de los helados daba pena: dos palitos bombones derretidos. Encima, estaba desenchufado. Una rareza.

El muchacho se había ocupado poco y nada del quiosco, así que preguntó al padre si él lo había apagado. Pero el hombre tampoco sabía de esa circunstancia y mucho menos del motivo.

Con tu hermano no perdás el tiempo, advirtió, porque sólo pisaba el quiosco para pedir plata.

A continuación, otra duda que el nuevo encargado se guardó. ¿Por qué había tan poca mercadería si el quiosco había funcionado hasta la noche anterior a la muerte de la madre?

Julia era ordenada con las cuentas y prolija con las anotaciones. De hecho, en una libreta registraba los números telefónicos de todos y cada uno de los proveedores. Del cigarrero, del heladero, del panadero…

Vieron la libreta de tapas verdes, preguntó el muchacho en medio del almuerzo.

El padre y el hermano, que había cocinado con lo que encontró en las alacenas, parecieron no haberlo escuchado. Este último hizo un gesto grave.

La buscaste bien, preguntó.

Sí, por todos lados y nada.

Yo sí tuve suerte mientras preparaba este arroz con queso. Mirá lo que encontré, dijo.

Sobre la mesa, entre los platos y los vasos, puso una lata que decía Pimentón Dulce traído de España por Julia en un viaje de soltera.

¿Y eso?

Fijáte.

La destapó con cuidado y volcó el contenido sobre el mantel a cuadros. Un rollito bien apretado por un elastiquín.

Muy despacio y dándose aires de prestidigitador, separó cada uno de los papeles y los planchó con la palma de la mano. Eran verdes y rectangulares. Dólares. Nueve billetes de cien.

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Dólares hallados en la casa de la quiosquera de esta historia de ficción.

Dólares hallados en la casa de la quiosquera de esta historia de ficción.

El muchacho se sintió confundido. Sorprendido. El padre, no.

Pará, que hay más, anunció el hermano, que fue hasta la cocina y volvió a la mesa con un paquete de arroz. Hundió la mano y sacó otro rollito. Contó dos veces: 1.300 dólares.

El padre, que no había probado bocado, se puso de pie y metió la mano derecha en un bolsillo delantero del mameluco manchado de grasa de motor.

Estos siete mil trescientos dólares estaban escondidos entre el relleno del colchón, dijo, amargamente. Lo di vuelta hace dos días y algo me molestó justo en medio de la noche. Sobre la mesa puso tres bolsitas vacías, de esas con cierre hermético que se usan para congelar alimentos.

La consternación familiar fue unánime; la tristeza por la pérdida de la madre y esposa se mezcló con la intriga y el desconcierto.

Vos sabías que mamá guardaba plata y para qué, quiso saber uno de los hijos.

Tanto como ustedes. No puedo creerlo, dijo el hombre.

....

No puedo creerlo, murmuró Alberto, el cigarrero, cuando se enteró de la muerte de Julia, leyendo la sección Fúnebres del diario.

Tomó un taxi hasta el centro.

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Taxis. (Imagen ilustrativa)

Taxis. (Imagen ilustrativa)

Caminó hasta la esquina, tocó un timbre pero se fue antes de que abrieran la puerta.

Alberto no estaba para mirar a nadie a la cara.

Tampoco estaba para explicarle a la vendedora que no harían con su Julia, secreto amor, el reservado viaje a España para radicarse allá, juntos, iniciando los dos una vida nueva.

Casi nadie se dio cuenta de que ese hombre volvía a su casa cargando una maleta marrón y una ilusión destrozada por la tragedia inesperada.

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