Se cumplieron 15 años de la muerte de Sandro y cada vez que escucho alguna melodía suya -roncanrolera o no- se me vienen a la cabeza tres imágenes de su batalla final contra la muerte, ocurrida finalmente aquí, en Mendoza.
Se cumplieron 15 años de la muerte de Sandro y cada vez que escucho alguna melodía suya -roncanrolera o no- se me vienen a la cabeza tres imágenes de su batalla final contra la muerte, ocurrida finalmente aquí, en Mendoza.
La primera tiene que ver con el avión que aterrizó el 20 de noviembre de 2009 con el equipo médico del cardiocirujano Claudio Burgos, trayendo los pulmones y el corazón listos para ser implantados en el cuerpo del Gitano, a esas alturas devastado por los millones de cigarrillos fumados desde pibe y por el trajín de artista con casi 40 años de carrera.
El tercer recuerdo también tiene que ver con otro avión: el que despegó durante la madrugada del 5 de enero de 2010, llevando de regreso a Buenos Aires los restos del cantante de 64 años.
La segunda evocación tiene más que ver con lo periodístico y me lleva a la calurosísima tarde del 4 de enero de ese año cuando, en plena búsqueda de los Reyes Magos para mi hijo Joaquín, recibí un mensaje en el celular. Sandro había muerto.
Era el punto final para una batalla extraordinaria de 45 días que incluyó chequeos médicos, el posterior trasplante del bloque cardiopulmonar, la aceptación de los nuevos órganos y una prometedora recuperación, que se apagó casi de manera arrolladora por una bacteria que anidaba en su cuerpo desde mucho antes.
Atrás quedaba el seguimiento informativo día por día, minuto a minuto, de la evolución de la salud del Gitano, de algunos contactos con la esposa, Olga Garaventa, y de ver cómo aquel hombre seguía despertando pasiones entre sus fans, muchas de las cuales se mantuvieron en guardia inclaudicable durante el mes y medio en que hubo vida y esperanza.
Sandro, el artista, fue un objetivo periodístico pero también un hombre común que se aferró a la vida todo lo que pudo, aún con bajísimas chances de sobrevida.
"Para mí no es Sandro; es Roberto Sánchez, mi marido", repetía Olga Garaventa mientras en la vereda del Hospital Italiano el público se acercaba para despedirlo con un peluche, un cartel hecho a mano o una mano posada sobre el cortejo fúnebre, camino del aeropuerto.
Durante casi dos meses, Mendoza fue epicentro del interés de los medios porteños, que destinaron corresponsales y largos informes sobre Sandro en televisión, radios y diarios, todo desde Guaymallén.
Aquella calurosísima tarde de enero de 2010 su partida fue sólo física, como suele ocurrir con los artistas que dejan un buen legado.
Ya en 1968 Sandro había escrito y cantado algo así como un mandato o una consigna para sus seguidores. En especial para sus "nenas":
Basta repasar la letra de la canción Una muchacha y una guitarra para comprender qué esperaba Sandro de los suyos:
No quiero que me lloren cuando me vaya a la eternidad, quiero que me recuerden como a la misma felicidad
Pues yo estaré en el aire, entre las piedras y en el palmar
Estaré entre la arena, y sobre el viento que agita el mar.
Más allá de la efeméride, las canciones de Sandro siempre están. Como su historial con Los de fuego. Como las baladas de los últimos años. Como aquellos shows intimistas. Como aquellas baladas intensas y esforzadas, con la indispensable colaboración de un equipo de oxígeno bien disimulado y siempre a mano.
Aquel ocaso fue el comienzo de la leyenda que sigue viva, aunque con su partida Sandro se haya llevado pedacitos de la juventud de muchos que hoy se aferran a Youtube o a los viejos vinilos para que el show no termine jamás.