Nicolás Maldonado tenía 20 años y se ganaba la vida pintando iglesias. Su mamá contó en una entrevista radial que tenía el bolso listo para volver a Goya en donde tenía que seguir restaurando las paredes de la Catedral.
Entre sollozos, la mujer, con un nudo en la garganta contó que inclusive estuvo contenta de tenerlo algunos días en casa porque estaba trabajando en la iglesia de Diamante.
Salía de la casa materna a las seis de la mañana y volvía cerca de las 17 lleno de pintura y con una sonrisa grande. Charlaba con los vecinos del barrio. Le dedicaba un ratito a los más pequeños y a la gente grande. Tomaba unos mates y se metía al hogar.
Mamá se quedó con el recuerdo de que nunca tuvo un día malo. Es más: "Sus días malos eran cuando llovía y no podía ir a pintar".
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Trabajó en iglesias de la región y de otras provincias. Cuando regresaba acompañaba a sus padres, abuelos y amigos. Siempre tenía tiempo para tomar unos mates o unas cervezas en la costa, cerca del río o en las islas.
El día que lo mataron andaba con sus amigos. A la tarde perdieron el colectivo que los llevaría al carnaval de Victoria porque se habían quedado nadando en un arroyo. Retornó a casa, se bañó y cenó con su mamá. Le llegó un mensaje en donde lo invitaban a un cumpleaños de una amiga en la costa. Salió con su hermano de 16 años al que lo estaba preparando para que pueda afrontar la noche en un pueblo del interior entrerriano.
En algún momento alguien decidió ir al bar de Las Cuevas para estirar la noche y tomar un trago fresco antes de volver una vez más a la casa de mamá. Nico entró en la provocación y "las peleas se saben como empiezan pero nunca como terminan".
Intentó irse, le tiraron un piedrazo, volvió y el asesino que lo mató acertó la puñalada en la Aorta.
Así murió Nicolás en una provincia en donde parece que la vida de los jóvenes están en manos de los que se animan a clavar un cuchillo en el pecho, a la altura del corazón.