Análisis y opinión

Pedro Mairal: "Los escritores estamos poniendo en palabras los miedos que todos tenemos"

El escritor y músico Pedro Mairal ha reeditado "El gran surubí", una obra de 2012, en la que se preguntaba qué pasaría si nos quedáramos sin carne. ¿Profecía?

Hay momentos, dentro del trayecto literario de Pedro Mairal, en que selecciona un aspecto de la Argentina cuando se pone oscura y lo lleva al extremo. Lo vuelve metáfora de otra cosa. Lo ilumina con una luz negra, inquietante.

Lo hizo, por ejemplo, con su novela El año del Desierto, imaginando un país, una ciudad como Buenos Aires, yendo hacia atrás en el tiempo. Volviendo al pasado colonial. A cuando era un pastizal.

Su reciente pesadilla distópica es El gran surubí, aparecida en 2012, en la revista Orsai, cuando se preguntaba qué podía pasar si nos quedáramos sin carne. Si desaparecieran las sagradas vaquitas.

El relato acaba de reeditarse en formato de libro, justo ahora, cuando retornó uno de los tantos conflictos entre el Gobierno y la industria de la carne. ¿Profecía autocumplida?

Para desgranar la historia, Mairal, impulsado por su veta, también, de poeta y de músico, utilizó la forma clásica del soneto, aunque con aires de poesía popular. De antipoesía. De cumbia villera, si hace falta.

Hay muchos homenajes allí. Mucho momento extremo. Que Pedro Mairal explica, con gran pasión por la charla, desde Uruguay, donde se encuentra desde noviembre, para el programa La Conversación de Radio Nihuil.

-Tu libro El gran surubí es una cosa curiosa. ¿Qué te dice la gente, quizá acostumbrada a leerte en una prosa más clásica, al encontrarse con los sonetos?

-Creo, sí, que provoca sorpresa. Y una cosa que me dicen, que me gusta mucho, es que lo leen en voz alta. Que a veces se lo leen a alguien.

-¿Y por qué te interesa ese punto, particularmente?

-Me interesa mucho porque significa recuperar la oralidad en la literatura; esa idea de leerle algo a alguien, que eso se pronuncie con la voz y que salga por fuera de esa cosa a veces tan cerebral de la literatura.

-¿Por qué cerebral?

-Por eso de que se escribe en silencio, se lee en silencio. Todo sucede dentro del cerebro en una especia de telepatía. Y acá, que el texto llame al cuerpo para que lo pronuncie, para sacarlo afuera, a mí me encanta. Está muy ligado a la música, por supuesto. Pero a la música del lenguaje.

-Cuando fue apareciendo el texto de este libro, primero en la revista Orsai, ¿lo pensante de entrada en sonetos?

-Lo que me pasó fue muy curioso: no lo pude escribir de otra manera. No fue por virtuosismo o por hacerme el canchero. Yo le había dicho a la revista que le iba a entregar una novela por capítulos en 2012. Lo intenté en prosa. Me sentaba, pero no me salía. Había que explicar muchas cosas.

-¿No te salía por culpa de la prosa?

-Es que la prosa es, digamos, como jugar al tenis con límites precisos y de golpe empezás a pegar raquetazos en la inmensidad de la llanura. Podés hacer cualquier cosa. No hay bordes, no hay reglas. Entonces, me dije: ¿por qué no lo intento con versos de ocho, como el Martín Fierro, ya que la historia tiene una cosa medio martinfierresca? Lo volví a intentar y tampoco me salió.

-Había que dar otro volantazo.

-Entonces, me dije: ¿por qué no lo intento con versos de once, que es como ya venía escribiendo los Pornosonetos hacía rato? Y ahí fue como abrir una canilla. Empezó la forma a dialogar conmigo.

-Lo singular de tu trabajo es que te metés en una forma literaria cultivada por ilustres maestros como Quevedo o Góngora, pero dándole un toque popular, un aire, incluso, de literatura gauchesca. Por momentos, hasta rozás la antipoesía, tipo Nicanor Parra.

-¡Qué bueno que te guste eso! Sí, hay momentos como de antipoesía a lo Parra.

-Bajás directamente al llano, pero conservando el nivel de la antipoesía.

-Totalmente. Creo que siempre hay que buscar la fuerza de la lengua viva. Y lo interesante es que se saca chispas, a veces, con la forma muy clásica, tradicional, como es esa cajita del soneto. De golpe, hay algo allí que se tensa, provoca cierta gracia, cierta curiosidad en el oído. Pasa algo. Eso es lo que me fascinó. Hay una especie de contradicción; algo que, dentro de esa cajita, queda como vibrando, como moviéndose.

-Claro, porque te movés dentro de una fórmula consagrada, pero, por el contenido, hay pasajes tuyos que parecen cumbia villera.

-Exactamente. Es una manera de agarrar lo clásico e insuflarle vida actual, resucitar un cuerpo que está como congelado y, a la vez, es una manera de enaltecer cosas que pareciera que no tienen prestigio, que son miradas de costado y con desprecio.

-La casa amplia de la poesía…

-Yo creo que todo entra en la poesía. La poesía no tiene bordes y, en todo caso, se los pone cada uno como autor cuando escribe. No hay nada que no tenga suficiente prestigio para entrar en un poema.

-Acá ni siquiera hace falta preguntar cuánto de tuyo hay en el personaje. El protagonista, directamente, sos vos, porque se llama Ramón Paz, un pseudónimo que venías de usar en los Pornosonetos.

-Asumo, sí, que hay mucho de mí. Pero también es verdad que yo inventé a Ramón Paz como nombre falso para publicar los Pornosonetos.

-¿Por qué?

-Porque me daba mucha libertad y me permitía ser más que yo. Es decir, soy yo, pero atomizado, exagerado. Una especie de yo sin filtro que dice cualquier cosa. A mí me da vergüenza esa parte de mí que dice eso. Es la parte de mi cerebro que piensa en sonetos. Por eso aparece en El gran surubí. Y lo traté de matar, pero no lo logré, porque sigue hablando.

-Por otro lado, has elegido un estilo de ilustración para tu libro sumamente particular. Una elección literaria y estética coherente, la de Pedro Strukelj, el arquitecto que ilustra música.

-Yo pensé en Pedro Strukelj para esta edición porque tiene un dibujo de una sola línea. No está todo dibujado. Sugiere como el contorno de cosas y el cerebro lo completa cuando lo ve. Y la poesía hace un poco eso también cuando trata de ser narrativa como en este libro. Sugiere una historia, pero, en realidad, la historia se expande en la cabeza del que lee. Pensá que es como una novela, pero está como si la dejaras secar al sol y queda lo esencial, la esencia del perfume. Cada uno tiene las gotitas en su cabeza y eso se expande ahí.

-Por el texto queda en evidencia que te gusta al fútbol. Al mismo tiempo, por eso del reclutamiento obligatorio de los jóvenes para llevarlos a pescar, ¿hay alguna relación con la época del Mundial ’78? ¿Toca algo de tu propia historia?

-Cuando fue la guerra de Malvinas yo tenía entre 11 y 12 años, pero se veía en el colegio que a los chicos de quinto año los podían llamar para ir a las islas. Eso estaba ahí, aunque no me tocó. O sea, había una cercanía respecto de que podías caer en una situación bastante horrenda dentro de un régimen militar.

-¿Vos tuviste alguna experiencia directa con el Ejército?

- A mí me sortearon para el servicio militar en el ’88, pero me salvé por número bajo. Pero hablé bastante con Hugo Sánchez, que es un poeta excombatiente. Y algunas cosas de El gran surubí me las contó él. Hay un aire suyo.

-¿Cómo qué?

-Les cuento una. ¿Vieron esas dos chapitas que tienen colgadas los soldados, supuestamente con el nombre, como sale en las películas? Cuando alguien muere, una chapita queda con el cuerpo para identificarlo y la otra va al registro de los caídos. Pues bien, muchas de las chapitas de los soldados argentinos no tenían nombre. Tenían solo el grupo sanguíneo. Es esa idea de que los chicos no solo iban sin equipamiento para allá, al frío del Sur, sino que, además, ya iban como un NN. Entonces, yo traté de reflejar eso: el maltrato del Estado sobre el individuo, que está desde el Martín Fierro, esas levas del Ejército que levantan gente.

-La reseña que hay en el catálogo de la editorial Emecé vende tu novela como “una pesadilla distópica y genial”. ¿Coincidís con que es un relato distópico?

-Hay mucho de pesadilla. Agarro uno de esos momentos en que la Argentina se pone oscura y lo llevo hasta un extremo. En mi novela El Año del Desierto aparece una cosa que se llama La intemperie que va borrando las ciudades desde la periferia hacia el centro y Buenos Aires va como rebobinándose hasta la época colonial. La gente lo vive como una crisis. No hay más agua, no hay más luz. Todo va para atrás. Son como cositas que están en el aire y yo las agrando.

-¿Y en el caso de El gran surubí?

-Da la casualidad de que coincide algo que escribí en 2012, contando un momento en que no hay más carne en la Argentina, con el actual conflicto de la carne. O sea, a veces escribo cosas distópicas de la Argentina que terminan siendo medio premonitoras de la situación nacional.

-Ya se sabe, Pedro: la realidad copia al arte.

-(Ríe) Entonces voy a tener que escribir cosas en donde a la Argentina le vaya superbién.

-De todos modos, estos son tiempos muy distópicos en la producción de contenidos, más allá de la pandemia. Por ejemplo, Cadáver exquisito, de Agustina Bazterrica, es un texto canónico en nuestro país. Podemos nombrar otros: Soy la peste, de Guillermo Saccomanno, o Nación vacuna, de Fernanda García Lao. ¿Coincidís?

-Sí, puede ser. El libro de Bazterrica me impactó mucho. Yo fui jurado del premio que le otorgaron en Clarín. Es superimpactante la idea de que dejan de existir los animales y se empiezan a criar seres humanos como si fueran ganado. Una cosa terrible.

-Vos rozás esa zona porque en tu novela hay escenas de canibalismo.

-Sí, un poco al modo de El entenado, de Saer. Sí. Estamos viviendo tiempos en donde claramente se pone oscuro. Suena raro. Pero no es que oscuramente se ponga claro.

-¿Cómo viene la cosa? ¿Cómo la ves?

-Creo, de verdad, que hay un cambio de paradigma gigante que se viene. Lo veo a este Elon Musk que quiere irse a Marte como diciendo “ya la pudrimos en este planeta, busquemos otro”.

-¿No te entusiasma la idea?

-¡Yo no me voy a Marte ni loco! ¿Usar un traje para salir de tu casa? ¡Me vuelvo loco! Prefiero morirme acá. Pero, como te decía, hay un cambio de paradigma. Hay algo que está empezando a ocurrir con la inteligencia artificial. Estamos todos bastante regidos, sin darnos cuenta, por algoritmos. Y no sabemos bien qué nos está pasando a nivel cerebral con eso, hasta qué modo estamos siendo manipulados.

-¿Entonces?

-Los escritores y las escritoras, incluyendo a los guionistas, lo que estamos haciendo es poner en palabras, en situaciones, en imagines, miedos.

-¿Qué miedos?

-Miedos oscuros que están ahí y que a veces pueden ser peligrosos. Pero son los miedos que todos tenemos. Los miedos surgen muchas veces de los sueños, de las pesadillas. Entonces, bienvenido sea todo esto. Nos sirve para ir imaginando cosas e ir cuidándonos, también.

-Nos encanta la elección del surubí como parte de un escenario distópico, alimentario, de chef, porque es una carne barrosa. El pescado es malo, es rastrero, es enorme. ¿Cuál es tu conocimiento del ambiente de pesca en el río Paraná?

-(Ríe) Recuerdo en mi infancia, en Entre Ríos, una vez que picó algo grande en la línea. Eran de esas líneas que ni siquiera tenían caña. Las tirabas y listo. Me tuvieron que ayudar a sacarlo. ¡Y salió este pez monstruoso! Tiene la boca ancha, bigotes y la cabeza parece que fuera de otro. Me recontraimpresionó. Además, emitía como un ronquido. Creo que eso se agigantó en mi cabeza y en la novela aparecen surubíes mutados genéticamente que tienen casi el tamaño de una orca. De ahí viene la idea. Y no coincido con que sea tan mala la carne. Hay que defender un poco la milanesa de surubí. Puede ser rica.

-Tu surubí mutado es una especie de Godzilla. Está acorde con esta época de King Kong vs. Godzilla.

-Sí, totalmente. Por otra parte, me gusta mucho la palabra guaraní: surubí. La forma en que se habla en el Litoral, además del paisaje y la gente. Me encanta eso y jugar con la idea del gran pez.

-El gran pez, de Tim Burton, ¿no?

-Exacto. Y también tiene algo de El gran Gatsby. Me gustaba cómo sonaba.

-¿Qué es, por otra parte, el surubí como símbolo en sí mismo, en tu relato?

-Es una fuerza. Más allá de ser un pez, es una fuerza, también. Una fuerza vital. La necesidad de él de escapar, de irse hacia el norte, río arriba. El surubí casi lo mata (a Ramón Paz), pero también lo salva. ¡Y lo mete en una peor!

-Es la naturaleza tomando su lugar de nuevo, ¿no?

-¡Qué bueno eso! Sí, es fuerza de la naturaleza diciendo acá estoy, aunque me pueden manipular o hacer lo que quieran. Está también todo ese paisaje del Paraná donde él se va metiendo. Es mi parte preferida del libro, cuando la naturaleza se vuelve protagonista con esa gran granizada que le cae en la cabeza, la tormenta y las estrellas y el río entero.

-La naturaleza pugnando por volver a encontrar su lugar recuerda las películas de Hayao Miyazaki, su poética.

-¡Imaginate si Mayazaki dibujara El gran surubí! Sería una maravilla. Algo impracticable. Nunca va a suceder. Un sueño.

-Claro, porque en Japón no tienen grandes ríos como el Paraná.

-Es verdad. Pero en Japón parece todo ordenadito y de golpe la naturaleza se puede poner feroz. Viene un tsunami. En YouTube hay un video de todos los momentos de naturaleza de las películas de Miyazaki, recortaditos, sin diálogos, sin gente. Solamente esos momentos en que él filma unos brotes en un arroyo, los peces en el mar… Es de una gran serenidad. Búsquenlo porque es precioso. Es un gran observador de la naturaleza. Lo suyo es un desborde de fantasía. Es un pintor del agua. A veces es un pintor del aire. ¡El viento se levanta es una película sobre el aire!

-Pedro, un gran gusto haber charlado con vos otra vez en nuestro programa después de La uruguaya. Antes de despedirte, pregunta obligada: ¿qué se viene en tu producción?

-Estamos bastante atareados con lo de la película, justamente, La uruguaya, que se empieza a filmar, probablemente, entre setiembre y octubre. En cuanto a escritura, muy tímidamente voy esbozando algo. Pero no cuento mucho porque se le va el gas.

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