Está mosteado de pies a cabeza, igual que los otros 35. Sudado. Tres camiones han cargado esa mañana. Cada uno, 540 tachos. Unos 10 mil u 11 mil kilos, más o menos, en cada camión. "Disculpe, pero ahora me voy a almorzar", dirá, apurado, después de la breve charla. No tiene mucho tiempo para enjuagarse un poco y llenar el buche. En un rato deberá cargar otros tres camiones para terminar la cosecha de esa finca. Los otros 35 también salen apurados, sólo para volver más rápido.
"Irusta, Faustino Eusebio", dice, como si estuvieran pasando lista. La gente simple, la de campo, siempre se presenta anteponiendo el apellido. Les ha quedado algo del rigor escolar... o de la colimba, y les han heredado esa costumbre a sus hijos. Y, después de la fajina, de la carrera entre los surcos, ese resabio de memoria se ha renovado.
Esta finca, en el costado norte de la calle La Mora, de Chapanay, en San Martín, se ha salvado de casualidad. Hay unas 1.000 hectáreas en esta zona que han sido destrozadas por la piedra. El resto del desastre ha sido obra de las lluvias.
Las tormentas son tan caprichosas como el destino. Ahí los parrales se doblan de racimos y, 10 metros más allá, las vides parecen muertas, como si el dedo del Creador hubiera trazado una frontera caprichosa, porque sí.
"Acá tenemos buena cosecha. Zafamos de casualidad. Pero en la mayoría de Chapanay la piedra se llevó el 150 por ciento, porque el sarmiento quedó rajado. Si lo mirás, vas a ver que les quedaron las yemas muertas. Ahora, con las heladas, se van a morir, y en la poda hay que revisarlas para ver qué hay que cortar. El año entrante va a haber menos cosecha... ¡y eso, siempre y cuando no te vuelva a agarrar la piedra!", dice Irusta, Faustino Eusebio.
La cosecha está terminando tarde, porque tarde empezó. "Venimos como unos 10 días atrasados, porque no teníamos la maduración y los grados necesarios", explica el cosechador, mientras sus compañeros dejan el tacho y salen en tropel para buscar comer algo antes de tener que volver a empezar, mientras el último camión de la mañana ya está saliendo rumbo a la bodega. "Nos queda esta semana y tal vez la que viene... y se termina", dice Faustino.
Humoradas entre los surcos
Hay de todo. Hombres y mujeres jóvenes. Mujeres y hombres grandes. Todos tienen varias cosechas sobre el lomo. Bromean entre ellos, a los gritos, porque no pueden detenerse. Corren y corren. Para llenar el tacho, para llegar al camión, para descargarlo, para irse a descansar, para volver otra vez.
"¡Mejor que vos no aparezcas en la foto, cu...!", le grita uno al otro, de surco a surco. Se ríe él, se ríe el otro, los demás se ríen. Pero no paran. Corren y siguen corriendo.
En cualquier ciudad, en cualquier pueblo, ellos mismos se hubieran amontonado frente al lente de la cámara. Pero acá no. Un tacho más son $7 más.
"Acá pagaron la ficha a $7. Allá (Irusta señala con el dedo) en esos espalderos de Syrah y Chenin, la pagaron a $8. Yo he cosechado en algunos lugares hasta por $10 y $12. Pero eso es el nivel paritario que hay, y que arreglan los tipos del sindicato", dice.
Luego, agrega: "Si a vos te agarró la piedra, tenés que pagar más el tacho, porque hay que caminar más y cuesta llenarlo". Entonces explica que, además del daño del granizo, también aumenta el costo de la cosecha. "Uno va a pérdida. Yo no defiendo a la clase patronal, pero es la verdad", relata.
Una historia, todas las historias
Cada uno, Irusta, los 35 y todos los que van a cosechar, tienen su propia historia. Cada cual corre por la ficha. Desde que corta el racimo, hasta que vuelca sus 20 kilos en el camión y le tiran la ficha dentro del tacho, que luego se guarda en una bolsita que cuelga de la cintura. Después, cada uno destinará la plata, esa que reúne en el mejor momento del año, a lo que se le venga en gana. Algunos pararán la olla; otros tratarán de hacerla durar lo más posible; otros se darán un gusto; los más jóvenes capaz que se la gasten en diversión... Cualquier objetivo es bueno, después de todo.
Irusta, Faustino Eusebio lleva 40 años cosechando. Nació en el '62, en San Luis, y se vino a vivir a Mendoza con su familia cuando todavía era un niño. "Empecé a cosechar a los 13", recuerda.
El cansancio, la piel pegoteada de sudor y mosto, el haber corrido desde las 8 de la mañana, lo han hecho volver a uno de los momentos más intensos de su vida. Y quiere hablar de eso, que se parece bastante a esta mañana de otoño.
"Hice la colimba. Fui infante de Marina, del Batallón Comando y Apoyo Logístico en Río Gallegos. En abril del '82 nos movilizaron a las islas Georgias y los compañeros del Batallón 5 fueron a Malvinas", dice.
La semana pasada fue a la Escuela Facundo Quiroga, acá cerquita sobre el carril Chimbas, y el sudor de esta mañana y lo vivido ese día le han amontonado las emociones.
"Los ex combatientes no estamos resentidos pero nos sentimos despojados. Estamos quedando cada vez más en el olvido. Te digo: en diez años más, nadie se acuerda más de esto", estima.
"El problema es el olvido. No fuimos mandados, fuimos porque no había opción. Pero yo no me arrepiento de nada, porque amo la Patria", dice.
Irusta, Faustino Eusebio no se ha dado cuenta de que sigue en combate. Que la Patria es lo que está construyendo en este momento, lleno de mosto y sudor. Que la Patria está en su apuro por volver lo antes posible al trabajo.
Se despide. "Lo saludo y me voy a ir a almorzar", dice, y aprieta la mano fuerte, llena de uva y de vino.