Fui a la Primaria a la escuela N° 36 Santa Teresita, donde las mujeres solo podían usar pantalones cortos hasta los 8 años porque según la política de la institución, a partir de los 9 años las nenas comenzábamos a transitar la peligrosa e irreversible vía de la provocación al hombre.

Ya en la Secundaria, en la escuela Nuestra Señora de Luján, la educación sexual estaba en manos de un catequista que una vez por semana se paraba frente a una treintena de adolescentes y explicaba que la masturbación transformaba a las personas en animales. Una o dos veces al año aparecía el cura Gabriel Batello, protector confeso del pederasta Justo José Ilarraz; alteraba la rutina de la escuela para amontonar dos cursos en un aula, y así comenzaba una especie de masterclass de lo que llamaban "Educación para el amor". Un cóctel de prejuicios, con notas de miedos ridículos, finas hierbas de homofobia sobre un colchón de heteronorma. En su discurso la sexualidad solo tenía que ver con la afectividad y la procreación, apuntada a legitimar la asimetría entre géneros como parte de un orden divino y como tal, incuestionable. Todo lo que se corriera de ese lugar era pasible de ser castigado por Dios, y de formas de lo más ocurrentes, debo reconocer. Al cura le gustaba contar historias trágicas de jóvenes que no llegaron vírgenes al matrimonio, de amputaciones de miembros por usar preservativos vencidos, y hace poco en una reunión con mis excompañeros pude confirmar una historia que, por lo absurda, a veces creo que es producto de mi imaginación. Haciendo uso de una batería de envidiables dotes actorales, Batello afirmaba conocer a un adolescente que había dejado una "pincelada de semen" (sic) al masturbarse y que, dado el hacinamiento en el que vivía, había embarazado a una de sus hermanitas.

Lo contaba convencido, y un poco enojado de antemano; creo que, perverso, elegía entre los 40 o 50 adolescentes en pánico, a quienes dispararle una mirada letal como una flecha. Y ahí se quedaban, inmóviles y atormentados por la necesidad urgente de salir corriendo a ventilar el colchón. Yo tenía 14 años y un poco me asustaba la exposición que significaba contradecirlo frente a todos así que, siguiendo a otro par de indignados más valientes que yo, me levanté y me fui. Tengo la suerte de tener padres que me brindaron las herramientas necesarias para tomar ese tipo de decisiones.

De ese privilegio soy consciente hoy, y es reconocerlo lo que me obliga a escribir estas líneas, porque muchos no tuvieron ni tienen la suerte que yo sí tuve, y a veces el azar es injusto. Unos 15 años después se podría creer que esas prácticas son parte del pasado, sin embargo, movimientos como "Con mis hijos no te metas", dejan claro que se sigue y se seguirá desconociendo la vigencia de la ley de Educación Sexual Integral (ESI) N° 26.150, que fue promulgada en 2006 y rige para todas las escuelas del país, sean de gestión pública o privada.

La ley busca que los niños y niñas aprendan a diferenciar los vínculos afectivos de los abusivos, identificar situaciones de violencia, conocer su cuerpo y los límites del mismo. Esa información no puede estar ligada a la suerte ni al azar. Es inexplicable que algunos sectores confesionales sigan desconociendo las cifras que indican que el 90% de los casos de abuso sexual ocurren en el seno familiar, y que sigan pidiéndole al Estado que "no se metan con sus hijos" para entregárselos, en nombre de la moral y las buenas costumbres, a pederastas y a sus encubridores.

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