Este sencillo acto de cocción revela cómo las estructuras internas de los alimentos reaccionan de forma diferente al calor, dependiendo de su composición química y su función biológica.
La papa está compuesta principalmente por agua y almidón, un tipo de carbohidrato que actúa como reserva energética. Al sumergirse en agua caliente, sus células absorben parte del líquido y el almidón comienza a gelatinizar, un proceso en el que las moléculas se hinchan y se rompen. Este cambio permite que la papa se vuelva más blanda y fácil de masticar.
Además, el calor rompe las paredes celulares vegetales, lo que facilita que las papas se deshagan o se aplasten fácilmente con un tenedor. Cuanto más tiempo permanezcan en agua hirviendo, más suaves se vuelven, a medida que el almidón continúa descomponiéndose.
A diferencia de la papa, el huevo contiene proteínas, no almidón. Está formado por la clara (rica en albúmina) y la yema (que contiene grasas, proteínas y otros nutrientes). Cuando se somete al calor, las proteínas del huevo se desnaturalizan: es decir, cambian su forma original, se despliegan y luego se reorganizan formando nuevas conexiones entre ellas.
Este proceso transforma la clara líquida en una sustancia blanca y sólida, y convierte la yema en una masa más densa y uniforme. Cuanto más se cocina el huevo, más firme se vuelve. En lugar de ablandarse como la papa, sus proteínas se entrelazan formando una red más compacta, lo que da como resultado una textura dura.
La clave está en su composición molecular. Mientras que la papa es un vegetal rico en almidón (carbohidrato), el huevo es un producto animal rico en proteínas. Cada uno responde al calor de manera distinta:
Por eso, aunque ambos se cocinen en la misma olla con agua a 100°C, sus estructuras reaccionan de forma opuesta.