Cuando se habla de la literatura argentina de este tiempo, Ana María Shua es un nombre ineludible. Y por varias razones. Su obra se extiende, con regularidad, a lo largo de los años y por los distintos géneros y temáticas.
Cuando se habla de la literatura argentina de este tiempo, Ana María Shua es un nombre ineludible. Y por varias razones. Su obra se extiende, con regularidad, a lo largo de los años y por los distintos géneros y temáticas.
Acaba de publicar un volumen de cuentos, Sirena de río, con veintiún historias de variado registro. Se encuentran allí criaturas fantásticas e irónicas, relevamientos propios de la crónica periodística o historias de hondo dramatismo autobiográfico en donde ella exhibe sus luces y sombras, sus abismos. La lucha contra el cáncer o la emotiva pintura del velorio de su padre son dos de los ejemplos más fuertes. Y dos de los relatos que sus lectores prefieren, según le han hecho saber.
Escribe, como Pablo De Santis, con igual soltura para grandes como para chicos. Pero hoy ya solo va a dialogar con sus lectores jóvenes de las escuelas a pedido. “Cuando no me queda más remedio -reconoce-. Cuando la editorial me lleva de una oreja”. Es comprensible. Está fatigada. Se dedica a esta amorosa tarea desde el '88.
► TE PUEDE INTERESAR: En Mendoza hay 15 comunidades mapuche registradas por el INAI y la mayoría están en Malargüe
Considerada legítimamente por la página de Eterna Cadencia como “la condesa del microrrelato”, su próximo título también apuntará a un formato concentrado: un libro de haikus. La pasión de lo breve.
Desde su casa en Recoleta, Ana María habla, una vez más, para deleite nuestro, con el programa La Conversación de Radio Nihuil, junto a Esteban Tablón y Paula Jalil.
-Ana María, una misma pregunta que le hicimos hace poco a Pablo De Santis: ustedes, los autores que publican libros tanto para grandes como para chicos, ¿cambian el chip en uno u otro caso? ¿O siguen en la misma frecuencia de onda?
-Uno siempre está escribiendo el libro que le gustaría leer. Entonces, cuando escribo para grandes, trato de escribir el libro que me gustaría leer ahora. Cuando escribo para chicos, trato de escribir el libro que me gustaría leer si fuera chica. Esto es todo. Sí, hay un cambio de chip, por supuesto. Hay otro vocabulario, otra sintaxis.
-¿Escribir para chicos hoy es un desafío distinto respecto de años atrás? Nosotros, en nuestra infancia, teníamos mucho más tiempo para sentarnos a leer un libro. Hoy es al revés. A los chicos hay que extraerlos de todas las pantallas posibles.
-Yo no veo que haya tanta diferencia. Finalmente, yo soy una niña de la tele. O sea, cuando yo era chiquita, si no había tele, los chicos se pasaban todo el día en el cine. Iban a ver tres películas al cine de su barrio. Así que no veo que las diferencias sean tan enormes.
-Es decir, sigue primando su natural curiosidad…
-Lo que les interesa hoy a los chicos no es tan distinto de lo que les interesó siempre. Yo veo que la mejor literatura para chicos es buena literatura. Punto.
-¿Qué es buena literatura?
-Los libros tienen que ser atractivos, entretenidos. ¡Como siempre! Eso no cambió tanto. Si hoy leemos un cuento de Jack London, estoy segura de que, a cualquier chico de 12, 13 o 14 años, le va a fascinar igual que me fascina a mí.
-¿Cuáles son los temas que los convocan más en este momento? ¿O los temas siguen siendo universales?
-Es difícil darse cuenta de qué es lo que realmente atrapa a los chicos. Hoy ellos leen mucho porque los obligan en la escuela. Esa es la cruda realidad. Entonces, en el fondo, a veces una, como autora infantil, se pregunta: ¿estoy tratando de atrapar a los chicos o de atrapar a las maestras?
-¡Qué buena pregunta!
-Claro, porque a cada maestra que le interese mi libro, bueno… se lo va a hacer comprar a treinta chicos. Esa es la brutal realidad. Pero, por otro lado, los libros que no interesan a los chicos, aunque tengan algún tipo de arranque, finalmente no funcionan.
-A la veintena de cuentos de variado registro que componen tu nuevo libro Sirena de río, ¿bajo qué genero los pondríamos? ¿Cómo agruparlos con un solo rótulo?
-(Sonríe) ¡Ah, ese es el chiste! Sí, es difícil. Por otro lado, es bastante típico de la literatura argentina que en un libro de cuentos haya algunos realistas y otros fantásticos. Y aquí también hay algunos que tienen humor, otros que son muy trágicos. Hay cuentos autobiográficos.
-¿Entonces?
-A mí me gustaría que los pusieran en la categoría de inesperados.
-Excelente categoría. ¿Por qué “inesperados”?
-Porque creo que es un libro que, cuando uno termina un cuento, no sabe lo que le espera en el siguiente.
-Dentro las tres secciones en que se divide el libro, hay un relato fascinante bajo el apartado “Misterios”, que es la historia de Sara, titulado “Sarai, mi princesa, mi amor”.
-¡Ah, mirá!
-Sí, porque es una relectura muy inteligente de la figura bíblica de Abraham.
-(Sonríe) Bueno, es otra versión, otra interpretación de las mismas palabras de la Biblia.
-¿Y se te ofendió alguien por tu versión? Abraham es un patriarca del pueblo elegido…
-Es un poco como para ofenderse. Por suerte, hasta ahora no apareció nadie de la colectividad a reprochármelo (ríe).
-Claro, el punto de vista es muy punzante. Abraham es un tipo jodido en tu relato.
-Sí, es un señor que está dispuesto a matar a su hijo. Está bien, es porque Dios se lo pide. Pero no es motivo…
-Dios se lo pide, pero en la Biblia. En tu relato no. Lo aborda motu proprio.
-Claro, lo quiere matar porque piensa que no es suyo.
-El señor que relata el cuento, un anciano sacerdote de Belus, señala que “así somos los caldeos: en nuestra tolerancia reside nuestra fuerza”. Lo dice en contraposición a la religión terrible que funda Abraham.
-Sí, sí. Sí. También hay que considerar que toda la historia no está vista por mí, no es mi opinión, sino que es la opinión de ese sacerdote caldeo, que en realidad estuvo toda su vida enamorado de Sara.
-El sacerdote apunta, un poco más adelante, que Abraham era “violento y malhumorado”. Y, por si esto fuera poco, redondea el perfil diciendo que “en su mente se había formado esa idea excluyente y terrible del Dios único, invisible y todopoderoso”. Esto es asunto de todas las religiones monoteístas, ¿no?
-Por supuesto que sí. Debe haber sido muy tremendo en aquella época el surgimiento de la religión monoteísta con toda esa exigencia de creer en algo que no se ve ni se toca y que, sin embargo, es el ser omnipotente y el creador de todo y el dueño de todo. Fue una tremenda revolución. Y un avance, también.
-Difícil de asimilar, en un primer momento.
-Claro. Me imagino para un sacerdote caldeo lo que puede haber sido tolerar la existencia de una religión así.
-Por eso mismo, dice el sacerdote: “Somos humanos, somos frágiles, necesitamos dioses más cercanos”. Es que, antes, los dioses compartían rasgos humanos. De repente, se volvieron inalcanzables.
-Claro, sí. Eran humanos, como los dioses de la mitología griega. Con problemas muy parecidos a los de la gente, a los de sus seguidores, a aquellos que los idolatraban. O sea, eran más cercanos, más comprensibles. En cambio, este Dios invisible y todopoderoso, está muy lejos. Estaba y está muy lejos de la comprensión humana.
-Fue un salto abismal.
-Fijate que la secta judía verdaderamente triunfante, que es el cristianismo, tuvo que inventar un hijo humano para que hiciera de intermediario entre ese Dios tremendo, invisible, omnipotente y la gente común.
-Pasando, justamente, a algo más humano, una duda. Vos misma dijiste que algunas cosas eran autobiográficas. Por lo tanto, ¿tus descripciones de los amores imposibles predestinados a ser y no ser, tienen algo de autobiográfico?
-Justamente, ese no. Es el cuento “Encuentro con Silvia”. Ese amor de adolescencia por alguien a quien nunca volvió a ver, fue su único y verdadero amor; todos los demás fueron sustitutos imperfectos. Pero no. Nunca me pasó nada parecido.
-¿Qué te motivó, pues?
-Lo tomé del más extraordinario de los cuentos de Berger. En su libro Puerca tierra cuenta una historia que nada tiene que ver con la mía. Pero hay un personaje que se reencuentra con un amor de juventud y tiene esa sensación.
-Continuando con la cuestión autobiográfica, ¿Cuánto tenés de judía en tu formación?
-Yo soy judía por ambos lados.
-Está bien, pero podés responder a una formación más fuerte, ortodoxa, o a otra con preceptos más laxos. Te pregunto porque uno de tus cuentos se llama “Comida judía” y el tema está muy presente.
-Sí, seguro. Yo no tuve ninguna educación judía porque mis padres eran absolutamente laicos. Del lado de mi mamá eran judíos polacos, del lado de mi papá eran judíos árabes. Shua es apellido árabe, del Líbano.
-¿Y cómo era tu padre?
-Mi papá era ateo. Un ateo militante. Y le tenía terror a la educación judía porque temía que, de una manera u otra, nos llevara a la religión.
-¿Tu rama polaca responde a familiares escapados del país o fue una emigración tranquila?
-Escapados de la miseria después de la Primera Guerra Mundial. Mis abuelos maternos verdaderamente no tenían para comer. Eran pobrísimos. Y vinieron a hacer la América.
-Hacía foco en Polonia porque, justamente, hace una semana entrevistamos Adriana Lerman quien, en su libro El dolor de estar vivo, cuenta la historia de su abuelo polaco, que escapó de la persecución nazi, pero perdió a casi toda su familia en el Holocausto.
-No es muy raro. En Polonia no quedaron prácticamente judíos. Los liquidaron a todos. Pero yo, como te decía, no tuve ninguna formación judía, pero sí éramos socios de clubes judíos como la Hebraica o la Hacoaj.
-Eso ocurrió cuando eras chica. ¿Y después?
-Después, de grande ya me sentí atraída por el judaísmo. Y ahí empecé a descubrir cosas muy interesantes. Leí, aprendí, sobre todo del folclore judío. Y escribí varios libros que tienen que ver con esto último y con la comida también.
► TE PUEDE INTERESAR: La película que Brad Pitt rechazó y por la que Keanu Reeves estará agradecido toda la vida
-Uno de tus cuentos autobiográficos se llama “Un canto a la vida” y describe tus vivencias con el cáncer. ¿Qué sentiste al escribirlo? ¿Y cómo fue la recepción de las personas? El tema no es fácil de digerir.
-Es que los seres humanos nacemos para ser inmortales. Lo curioso es que, prácticamente, en todas las religiones o en su gran mayoría, al menos, el ser humano es creado inmortal. La muerte aparece después, por un pecado, por un error, por una traición. Pero en el momento de la creación, es dueña la inmortalidad. Y eso es lo que buscamos después todo a lo largo de nuestra vida. No hay manera de resignarse a la idea de la muerte. Es imposible.
-¿Y cómo abordaste, puntualmente, el tema?
-“Un canto a la vida” tiene dos partes. Una es en la que voy contando cosas de ahora, sucedidas recientemente. Y hay otra parte que escribí en el momento; en el momento mismo en que me dieron el diagnóstico y empecé el tratamiento. Eso ya lo tenía escrito.
-¿De cuánto tiempo atrás estamos hablando?
-Sucedió hace más de 20 años. Y a ese texto del momento mismo de la enfermedad no tuve ganas de publicarlo hasta que, hará un par de años, le encontré la forma y descubrí cómo quería contar eso y publicar eso.
-En la segunda parte de tu libro imaginás, por ejemplo, una sirena de río hablando con un pescador o una chica telefonista que se vuelve, literalmente, un cactus. Pero en otra sección hay trabajos de campo casi periodísticos, como cuando describís una noche en la guardia de un hospital público.
-Ese relato del hospital público parece realmente una crónica. Pero, en verdad, nunca estuve allí. Es una falsa crónica
-¿Y de dónde sacaste tan buenos datos?
-Conseguí un buen informante que me contó todo eso.
-También despierta curiosidad “Fútbol era el de antes”, sobre una chica jugadora. Demostrás ahí una sapiencia futbolera digna de un periodista deportivo.
-(Ríe).
-¿Cuál es tu conocimiento del juego?
-¡Nada! Cero. Yo de fútbol no entiendo nada. Y de fútbol cinco, menos que menos.
-¡Pero no parece!
-Es que tengo una hija futbolera. Ella me pasó todos los datos. A veces se trata de eso.
-¿No ves fútbol alguna vez?
-No. No veo fútbol, salvo en los Mundiales en que todo el mundo lo hace. Pero, repito, no veo fútbol ni me interesa ni nada (ríe).
-En vos se ve también la veta de historiadora. En “El largo verano del '56 evocás la ola de polio que afectó al país. Ocurrió poco tiempo después de que derrocaran a Perón. ¿Cómo recuperaste aquello?
-Primero, yo estuve ahí. Tenía cinco años. Me acuerdo mucho. Estábamos en Miramar y nos quedamos en ese lugar, como hacían todas las familias que podían alejarse de la Capital.
-Claro, lo mismo que pasa en el relato.
-Sí. Y no me pasó solo a mí. Después, bueno, estudié, me informé y me enteré de un montón de cosas, como ese hecho estremecedor de que hubieran destruido los pulmotores porque tenían la leyenda “Fundación Eva Perón”.
-Hay un relato, “Técnicas modernas”, que termina resultando irónico y divertido. Se trata de un chico y una chica que, ante la duda de si debían consumar su relación, acuden a un manual de sexo. ¿Algo de eso te pasó a vos?
-¡Sí, totalmente! (sonríe). Técnicas sexuales modernas, de Robert Street, era un libro muy de mi generación. Yo recordaba mucho. Pero también lo busqué por Mercado Libre y lo compré para poder citarlo (ríe).
-¿Cómo era la cosa?
-(Sigue riendo) ¡Qué patético! ¡Pobres de nosotros!
-En fin… Por aquella época la virginidad todavía era un valor, ¿no?
-Sí, por supuesto. Pero empezaba a dejar de serlo. Muy poco a poco. Todavía estaba el asunto muy dudoso.
-Era un dilema para las chicas, en cuanto a guardar o no su virginidad, pero también para los varones. Aquella que uno elegía para casarse debía cumplir con todas las normas de conducta.
-¡Claro! Una chica virgen. De otro modo, era arruinarla. ¡¿Cómo te ibas a acostar con tu novia?! ¡No le ibas a hacer eso! (ríe). Terrible, terrible…
-Cuando publicás un libro como este último, en donde hay una veintena de relatos, ¿te pasa que tus lectores empiezan a manifestar cuáles son sus preferidos y cuáles no?
-Por supuesto. Y me encanta porque, obviamente, yo también, cuando leo un libro de cuentos, no me gustan todos por igual. Algunos me interesan más y otros menos.
-Y hasta acá, de todos tus cuentos, ¿cuál es el más votado?
-A algunos les gusta mucho el último, “Un canto a la vida”, el del cáncer. Tengo varios votos para un cuento que es muy, muy viejo, que tiene que ver con el velorio de mi papá, “Después de la muerte”.
-Este también es casi, técnicamente, una crónica.
-La crónica de un velorio, sí, sí. También tiene muchos votos el primero, “Encuentro con Silvia”.
-¿Por qué le pusiste Agnolotti a la tortuga que habla?
-Yo tuve una tortuga Agnolotti.
-¿Sí?
-Nos pasa a todos los escritores. Todo lo que uno vive y le pasa, todo, de alguna manera, se convierte en literatura, porque los detalles más interesantes de los cuentos, los que tienen jugo de vida, son cosas que uno conoce, que vivió, que le contaron, no las partes inventadas.
-¿Cómo fue la relación Agnolotti, entonces?
-Era una tortuga de tierra muy grande, que, en efecto, cometió suicidio.
-¡¿Se suicidó realmente la tortuga?!
-Como lo digo en el cuento. No hablaba, esa es la diferencia. Pero se tiró del piso 13, rebotó en el quiosco de diarios que teníamos abajo y después cayó al asfalto haciendo retumbar la tierra. Y el quiosquero, ¡pobre! Casi lo matamos. Estaba desesperado. Estaba furioso.
-¿Pero la tortuga se suicidó o se equivocó?
-No sabemos. Yo incluso le había puesto ladrillos en el balcón para que no pasara eso. Pero la tortuga los apartó y cayó. Después vivió un año más, pero ya no estaba bien, la pobre. Bueno… como Frida Kahlo.
-Si, como decís, todos los cuentos tienen apuntes autobiográficos, en algún momento te habrás convertido en cactus.
-(Ríe) ¡No! Todos los cuentos tienen algo de autobiográfico, pero no necesariamente el tema central. En el del cactus lo que hice fue encontrar a alguien que había trabajado en un call center y que me contara detalladamente de cómo era el laburo.
-Por suerte, Ana María, publicás bastante seguido y en distintos géneros. ¿En qué andás hoy?
-Ustedes hablaron de los microrrelatos y de los haikus en la presentación. Pues bien, ahora estoy escribiendo haikus.
-¿Cómo se consigue esa concentración extrema?
-Con voluntad (ríe). A mí me encanta escribir cortito. Me apasiona, además, sostener ese límite riguroso de las 17 sílabas. Los versos de cinco, siete y cinco sílabas. Me gusta muchísimo. Es algo completamente arbitrario.
-Un arte propio de los japoneses…
-Ni siquiera se puede decir que es japonés, porque yo no sé cómo es el japonés. En japonés se llaman “moras”. No sé si las “moras” equivalen exactamente a sílabas. Por otra parte, tampoco sé si el japonés es un idioma analítico o sintético y cuánto se puede decir en japonés en esas 17 sílabas.
-Para hacer semejante milagro de simpleza, de síntesis, ¿te inspirás o es trabajo?
-Como todo. Como una novela. Las dos cosas. Uno se inspira y es trabajo, claro.
-¿Sos de ver tele?
-Sí, como todo el mundo. Estoy mirando más películas. Pero, en materia de series, estoy viendo la cuarta temporada de Fauda, al igual que ustedes. Y, entre otras cosas muy distintas, La Reina del Flow, que, más bien, es un teleteatro colombiano.
-¿Por qué la colombiana?
-La uso para hacer ejercicio. Como tengo que dedicarle cinco minutos, tres o cuatro veces por día, a un problema de fascitis plantar, es excelente para eso La Reina del Flow.