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La música es la mecha que enciende el fuego en una noche de cumbia donde todos llegan con más sed que de costumbre. Relato y fotos de un típico sábado en la caldera de El Santo.

El infierno encantador

Enrique Pfaab

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Fotos: Horacio Rodríguez

Fernanda llegó a las 23. Tiene un top blanco y un jean elastizado que sólo deja espacio para el desengaño. Vino con tres amigas que la convencieron para salir. Tiene 22 años. En su pasado hay un ex novio ingrato y demasiado tiempo mirando películas en su casa a las 3 de la madrugada. No fue reina de nada, por más que hubiera querido. Sin embargo es una chica con cierto atractivo: buen cuerpo, sonrisa blanca y completa y unos ojos (dos) de un negro profundo.

Matías apareció a las 12, con tres compañeros de trabajo. Vinieron en el Corsita de uno de ellos. Primero comieron choripanes y tomaron cerveza en uno de los diez puestos que hay por allí. Tiene 25, un trabajo administrativo en una municipalidad y un horizonte que se tornó difuso a fines de la secundaria, cuando se dio cuenta de que jamás sería un futbolista profesional ni tampoco el universitario que mamá quería. No es precisamente un galán. Para serlo le faltan 15 centímetros de altura, le sobran 8 kilos, sufre escasez de pectorales y la facilidad de palabra no es una de sus virtudes. En cambio es simpático, se viste bien y cree ser una buena persona.

Fernanda y Marcos no se conocen. Todavía no se vieron, pero se buscan sin saberlo. En definitiva han llegado a El Santo para eso. Tienen ganas de ver a la banda cordobesa La Barra, pero tienen más ganas de encontrar a alguien que rompa la monotonía, justifique los domingos a la tarde y que, para qué negarlo, pulverice la forzosa abstinencia sexual.

El Santo era a fines de los '80 un pequeño boliche instalado en una casa familiar, apenas readaptada. Originalmente fue un reducto gay, pero luego se habilitó una noche para heterosexuales. Durante mucho tiempo se lo consideró un lugar ideal para ir “de trampa”, con la amante o con la muchacha que cumplía el rol de novia clandestina, mucho más apasionada y desinhibida que la novia formal. Aún hoy conserva para algunos esa cualidad de sitio discreto y oculto.

El Santo fue creciendo y se transformó en uno de los estadios cerrados más importantes de Mendoza y uno de los mejores lugares para la presentación de las bandas y artistas más diversos. Mientras, el boliche original sigue funcionando. Debajo del inmenso techo han tocado de Callejeros a Charly García; desde Los Sultanes hasta La Bersuit; de Viejas Locas a Café Tacuba. En sus paredes está pintado cada nombre. Son como cincuenta.

Fernanda y Marcos hicieron lo mismo, con diferencia de una hora: se pusieron en la larga cola vigilada por una docena de policías; pasaron por la taquilla en donde un cartel anunciaba que el estadio tiene “capacidad: 9.016 personas”; pagaron su entrada con derecho a una consumición; fueron palpados por el personal de seguridad y a ella le revisaron la cartera (“buscamos elementos punzantes o armas y no permitimos ingresar con ninguna bebida”) y se sumergieron en la luz suave y la música fuerte.

Las chicas que acompañan a Fernanda y los muchachos que están con Marcos son más desenfadados que ellos. Después del primer trago ya están riendo, bromeando, mirando el entorno y comentando las bondades del sexo opuesto. Ellas se detienen en dos jóvenes de remeras apretadas de mangas mínimas que dejan ver sus cuerpos trabajados en el gimnasio, lejos de la viña.

Fernanda se dedica a estudiar el enorme escenario fijo que está en el centro del estadio, sobre el costado este. Es altísimo. El piso debe de estar a unos 3 metros de donde está el público. No hay forma de que alguien pueda tocar al cantante idolatrado. Marcos se entretiene mirando a tres mujeres de edad incierta. No deben tener menos de 40 o 45. Una es baja, tiene el pelo teñido de rubio y está sobrecargada de curvas. Tiene un importante sobrepeso que no la acompleja, al menos esta noche. Unas calzas grises y una remera con rayas verticales bien ajustada. “La tía Julia se debe ver igual, debajo de su vestido”, piensa. La que está al lado es altísima y de espaldas llamativamente anchas. Tiene pantalones negros y una blusa blanca, con volados. Huele a mujer, pero habría que certificar ciertos atributos antes de confirmar que lo sea. La tercera dama está semioculta entre las otras y Marcos no la alcanza a ver.

Hoy toca La Barra. Es una de las bandas cordobesas de más éxito. Su estilo se podría definir como cuarteto moderno que algunos definen como merenteto o merengueto, una mezcla de merengue dominicano y cuarteto cordobés. Este género está dentro de la enorme variedad de ritmos tropicales. La Barra es un desprendimiento de Tru-la-la, uno de los grupos que popularizaron este estilo.

Las bandas que lo cultivan son numerosas (unos 15 integrantes) y muy trabajadas en lo musical. Tienen instrumentos de percusión (timbaletas, tambora, congas, güiro y batería), de cuerdas (guitarra eléctrica y bajo); viento (trompetas, trombones y a veces saxos) y teclados. En este amplio grupo tropical está tan lejos de los Wachiturros, como Joaquín Sabina de Julio Iglesias.

La Barra viene seguido a Mendoza. Por lo general la trae El Santo en colaboración con Juan Carlos El Perro Videla, rey de la bailanta en la provincia, y su hijo Tito. Las giras de La Barra son tan maratónicas como sus presentaciones. Hoy están en Mendoza y mañana estarán en Rosario o en Córdoba, pasado en el Gran Buenos Aires. Por lo general estos grupos tocan cuatro secciones de 45 minutos, divididos con tres intervalos de 15.

Las puertas de El Santo se abrieron a las 22 pero La Barra no empezará a tocar antes de la 1.30.

El disc jockey comenzó la noche con música electrónica y fue acercándola lentamente hacia el estilo que todos vivieron a escuchar esta noche.

Quienes atienden las barras de estos lugares saben que hay ciertas modas. Ahora se pide especialmente cerveza y vinos frizzé, dulce y burbujeante. En lugares de público más exclusivo el champán se bebe como agua en estos días. Al menos eso dicen los que pueden pagar esas veladas.

Aquí se sirven los vasos desde las botellas originales, pero en lugares más populares las bebidas vienen en bidones y las gaseosas en máquinas expendedoras.

Casi al descuido los pequeños grupos van tratando de ubicarse lo más cerca posible del escenario, pese a que desde cualquier lugar del estadio se tiene una vista casi perfecta.

Marcos se acerca con sus compañeros al centro del estadio. Le llama la atención un grupo de cuatro chicas y especialmente una, que solamente escucha mientras las otras hablan casi a los gritos y se ríen.

Fernanda está casi enfrente del escenario con sus tres amigas. Ellas hacen especulaciones sobre las ocultas virtudes de un cuarentón entrecano que está parado a unos 10 metros y que galantea con una muchacha veinte años menor. Entonces descubre que un chico la observa. Las miradas se cruzan un instante e inmediatamente se desvían. Y después se empiezan a estudiar de reojo.

Algunos dicen que hay un ranking para elegir pareja. Naturalmente el hombre número 1 elegirá a la mujer número 1, así como el 146 tendrá fortuna con la 146. Estas parejas serán eternas, salvo que uno de los dos crea en un momento que su puesto está mal calificado y que en lugar del 506 le corresponde el 240. Entonces sobrevendrá el caos. Los enamorados que cumplan con el orden correlativo tendrán cierta posibilidad de ser felices. Los románticos adjudicarán este milagro a una conjunción de astros, pero en realidad el milagro sólo será una cuestión de aritmética.

“Mire, no hay lugares más o menos pesados. Todo depende de cómo se maneje la seguridad”, cuenta un robusto señor que forma parte de los que controlan al público. Dice que cualquiera puede ligarse un piñón o sufrir el robo del celular en un boliche top o en la bailanta de Ingeniero Giagnoni.

Lo que convierte un lugar en seguro son las medidas que se adopten. Esta noche en El Santo hay muchos policías afuera y muchos efectivos de seguridad privada adentro. Aun así han tenido algunos inconvenientes en otros recitales.

Cuando vino Callejeros se armó una pelea descomunal en el ingreso. Quienes habían organizado el evento no tuvieron en cuenta que la venta anticipada de entradas fue tan efectiva que terminó por completar la capacidad del estadio. Ese día había 800 personas en la puerta esperando comprar su ticket en la taquilla y se encontraron con que ya no había más.

“Había grupos de San Luis, San Juan y Córdoba que habían estado todo el día al sol esperando ingresar. Cuando se enteraron de que no quedaban más entradas se armó un lío terrible”, recuerda el custodio. “Para ese tipo de grupos hay que contratar a personal robusto, con actitud. Siempre es mejor tener que calmar con firmeza a un pibe loquito que después tener que sujetar a 100 personas enardecidas”.

Para el recital de Viejas Locas se trabajó así. Con firmeza. “Esa vez incautamos tanta cantidad de droga que llenamos varias cajas. Si hubiéramos procesado a todos hubiéramos completado cinco colectivos. Eran cantidades pequeñas, para consumo personal dentro del estadio. Si hubieran entrado con todo eso seguro que se armaba lío”.

A la 1.30 sube La Barra. Comienza la fiesta. Es una banda que suena bien, pese a que algunos todavía desprecien esta música popular, pachanguera, y nieguen que se comienzan a sacudir apenas la escuchan.

En Mendoza ya hace bastante tiempo que se comenzaron a conformar bandas como esta. La Me-rembé, un grupo nacido en el Este, es una de ellas. Se creó a mediados de 2004. Eran seis jóvenes músicos que con guitarra eléctrica, bajo, batería, teclados, timbales y voz se dedicaban al merengue, la cumbia y el cuarteto. En 2008 se bautizaron La Merembé, incorporaron otros instrumentos, 7 integrantes más y agregaron a su repertorio algo de rock, reggae, folclore, tango y mambo. Comenzaron a ser, además de un grupo para que la gente bailara, un espectáculo en sí mismo.

Curiosamente el público grita, festeja y se bambolea al ritmo de La Barra, pero no baila. Es una característica mendocina. Miran el show como si fuera un recital tradicional.

En Córdoba, en cambio, no se concibe ir a escuchar una banda sin sacudirse al mismo tiempo. “El cordobés es más expresivo. El mendocino es un poco más serio. Pero hay que tener en cuenta que en Córdoba estas bandas tocan todos los fines de semana y acá vienen cada tanto, por lo que la gente se dedica a disfrutar más del espectáculo”, explica Mauricio, que conoce el ambiente.

Marcos y Fernanda no volvieron a reunirse con el grupo. Se quedaron sentados en un escalón y después encontraron un sillón libre en el primer piso. Conversan y por el volumen de la música apenas entienden la mitad de lo que se dicen. Pero no les importa. Han bebido y descorchado un par de ilusiones y un deseo intenso.

Cuando termine de tocar La Barra se irán cada uno con el grupo de amigos con el que vino “sin tocarse una uña o un ojal, ni siquiera una hebilla o una manga” como dice Benedetti. Arreglarán verse al otro día en el centro de Maipú, cuando caiga la tarde. Podrían haber apurado el desenlace, pero prefieren esperar. Quieren disfrutar un rato más de la ilusión. Saben que mañana estará acechando el desengaño.

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Foto: Horacio Rodríguez.
Foto: Horacio Rodríguez.