Hace exactamente una semana, mientras esperaba que me atendieran en una repartición pública, mi celular sonó y atendí sin imaginar que durante los próximos diez minutos escucharía las más variadas y disparatadas acusaciones sobre mi persona y mi tarea profesional a raíz de la columna “Los mismos José Chiófalo, Carlos Rico y Otilio Romano de siempre” publicada el lunes 19.
Mi interlocutor, uno de los protagonistas del megajuicio por delitos de lesa humanidad en Mendoza, arrancó diciéndome que me llamaba por teléfono en honor a la confianza que ambos tenemos, pero después se desbocó: que mi opinión era una brillante defensa técnica de Chiófalo, de Rico y de Romano, y que me felicitaba por eso; que yo desconocía que las leyes de obediencia debida y punto final habían frenado los procesos judiciales contra los represores y que mi opinión no mencionaba tantos años de trabajo de las agrupaciones de derechos humanos para que los genocidas fueran llevados al banquillo. Exaltado y casi sin respiración (ese estado en él no me resultó nuevo), terminó su parrafada diciendo que no me tenía miedo a mí ni al multimedios periodístico para el que trabajo desde 1995. ¿Miedo? Sí, había escuchado bien. Miedo.
Tras un monólogo de ese calibre, si alguien debía de sentir miedo no era precisamente él.
Antes de cortar la llamada dijo que mandaría a Diario UNO una carta de opinión para dejar sentada la postura de varias instituciones contra mi punto de vista. La prometida misiva llegó y fue publicada antes de ayer pero no lleva su firma, sino otras. Afortunadamente, para la salud interna de las instituciones firmantes tampoco reproduce sus arrebatados conceptos y mucho menos esa sensación que instaló entre él y yo, viejos conocidos por el ejercicio, cada uno de su profesión: miedo.
“Gajes del oficio”, sería la frase aplicable a este tipo de situaciones. Pero no. No considero que la descalificación, el agravio y la amenaza velada sean herramientas con las que deba convivir un periodista ni cualquier otro trabajador.
Sí considero apropiadas las críticas bien intencionadas, bien fundamentadas y honestas, sobre todo si provienen de protagonistas de procesos históricos en Mendoza y el país y que, además, tienen firmes aspiraciones de acceder a cargos públicos cuyo ejercicio requiere de claridad meridiana y templanza a toda hora para actuar y pensar y decidir .
“Pseudoperiodista que apoya a los genocidas” y que “opera para que sean tratados por la Justicia como pobres indefensos”, me dedicaron horas después a través de Twitter, como en cadena, como si alguien hubiese dado la orden de opinar así, sin haber leído mi enfoque.
Cuando hace una semana pregunté en voz alta por qué no se reclamaron antes las detenciones de Chiófalo, Rico y Romano no desconocía que hasta el 2005 en el país hubo leyes que impidieron procesar y juzgar a los genocidas. Pero Chiófalo cayó hace 3 semanas, Rico entre 2012/13 (fue funcionario en 2007) y Romano fue imputado en 2010.
Tampoco negué la ardua lucha de los organismos de derechos humanos. Haber escrito todos estos años sobre Bonoldi, Carrera, Bravo, Manrique Terrera, Las Lajas, Romano, Bustelo y la siempre recordada y necesaria Isabel Figueroa de De Marinis ha sido mi forma de honrarla.