Ahora, a los 63, se recibió de profesora de Artes Visuales. Pero antes fue una niña de la calle, golpeada por un padre alcohólico y recién pudo terminar la primaria a los 20 años. Antes, cuando tenía 8, fue dejada, sin explicación alguna, en casa de desconocidos para que hiciera de una especie de dama de compañía. Hizo el secundario cuando sintió que no podía ayudarles a sus hijos a estudiar y siguió Artes cuando descubrió que tenía capacidad para ello. Lloró tanto durante su vida, que dice que ahora, cuando cuenta su vida, ya no llora.
Mara, le dicen. Le gusta que la llamen así. Cuando tenía 16 o 17 años comenzó a pintar y su profesor le sugirió que no firmara como María Ester Aranda, que eligiera un nombre artístico. "Elegí Mara porque tiene cercanía con María y porque una amiga mía se llamaba así".
Es compleja y largamente triste la historia. Contarla es difícil, vivirla lo fue muchísimo más.
"Mi abuela era de Mendoza y cuando quedó embarazada, se fue a Salta y regaló a mi madre. Después volvió a Mendoza y siguió siendo una señorita", cuenta Mara.
A Manuela, la madre de Mara, la crió una mujer que "también crió a otros niños, a los que después mi madre trataría como hermanos. Esta mujer los hacía trabajar a todos en la calle", mendigando, vendiendo diarios y de lustrabotas. "Esa mujer era alcohólica y los hacía trabajar, pero al menos los niños tenían un techo".
A los 14, Manuela conoció a un hombre. "Iba a ser mi padre. Le decía a mi madre que se fuera con él. En medio de tanta miseria, mi mamá aceptó. Pero después resultó ser que mi padre era un alcohólico muy violento".
Tuvieron 6 hijos, cuatro mujeres y dos varones, y vivieron en medio de la violencia y mendigando. "Mi madre se esforzaba, trabajaba en cualquier cosa, especialmente cocinaba en la calle y vendía. Pero mi padre la molía a golpes y le sacaba la plata".
"Mis hermanos mayores contaban que cuando mi padre regresaba borracho, violaba a mi madre delante nuestro. Por eso, los hermanos siempre hemos dicho que somos hijos de violaciones y no resultado del amor".
Mara habla como si no le doliera, como si hasta pudiera descubrir cierta gracia en su historia. Esto es característica de los que han sobrevivido al horror.
Después de recibir innumerables palizas y ataques de todo tipo, después de varios intentos de escaparse con sus hijos, Manuela comenzó a ahorrar para poder viajar a escondidas a Mendoza, en tren. Tenía la ilusión de que aquella madre que la había abandonado en Salta, la cobijara en su hogar.
"Cuando nos estábamos subiendo al tren, apareció él (su padre), y logró agarrar a uno de mis hermanos.
Mi mamá y todos gritábamos pero no pudimos sacárselo. Tres años después uno de mis hermanos mayores fue a buscarlo a Salta. Estaba tartamudo, lleno de granos y muy flaco, de tanto vivir en la calle.
Ese hermano nunca nos perdonó, porque para él lo abandonamos".
Manuela y sus 5 hijos llegaron a Mendoza hace 60 años. Hicieron base en el Mercado Central. Mara tenía 3 años. "Mi mamá consiguió que comenzaran a buscar a su madre a través de un aviso que pudo poner en radio Nihuil, en donde daban el nombre de mi abuela, Fermina Alemán".
Y Fermina fue ubicada con la ayuda de vecinos, en una finca del Gran Mendoza. Pero, como antes, la mujer volvió a negar a su hija. A regañadientes aceptó que los hijos de Manuela se quedaran allí, mientras Manuela se empleaba como domestica con cama adentro.
Pero los chicos, como antes, fueron obligados a trabajar. "Un hombre, que después sería mi padrastro, le contaba a mi padre lo mal que estábamos". Finalmente Julio y Manuela se casaron. "Era muy trabajador, muy guapo, se daba maña para todo. Nos fuimos a vivir al barrio San Martín y él mismo levantó la casa, que era la más bonita de todas".
Parecía que la vida mejoraba, pero no. "Yo estaba feliz, porque teníamos casa y por primera vez nos trataban bien en mi casa, pero lo que no me daba cuenta es que estábamos pasando hambre", cuenta Mara.
Fue así que Mara, con 8 años, fue dejada en la casa de una familia de mejor condición económica, para que oficiara como una especie de dama de compañía, "sin decirme nada ni contarme lo que estaba pasando", dice.
"Lloraba muchísimo todas las noches. Es muy duro que te separen de tu familia". Y hasta los 13 años perdió casi totalmente el contacto con sus hermanos y su madre.
"Hasta que un día, para Reyes, me dejaron ir al barrio, a mi casa".
A los 14 años Mara comenzó la escuela primaria, que terminaría a los 20, mientras tanto vivía y trabajaba en la casa donde la había dejado su madre. "Estuve 21 años en esa casa. Allí crecí de otra manera, aprendiendo otras cosas, estimulada de otra manera. Pero nunca pude dejar de sentirme la empleada doméstica".
En un momento, cuando ya Mara había aprendido a leer y escribir, el hombre cabeza de familia del hogar en donde vivía Mara, "puso un negocio de electrónica en el centro de Mendoza y pidió que yo fuera a trabajar allí. Yo fui feliz, porque ya no me sentía la doméstica, sino toda una empleada de comercio."
Pero lo que realmente le cambió la vida fue que, en una verdulería de allí cerca, conoció a quien sería su marido. "Era un chico bueno, trabajador ... ¡y tenía finca!. Pensé, ¡por fin voy a salir de pobre!", recuerda Mara, al mismo tiempo que lanza la carcajada.
Ese hombre se llama Ángel "y no es ningún ángel, porque es bastante nervioso. Yo le digo siempre: 'Cada vez que te despertás, tenés que agradecerle a Dios por la señora que te ha tocado'", y vuelve a reír con ganas... "Es que si yo fuera aburrida como él, todo sería muy aburrido..." y sigue riendo.
Mara y Ángel tuvieron a Francisco (ahora de 34) y a Daniela (ahora de 30), que después les darían las nietas (Martina Isabella, de 4 años, y Manuela Rafaela, de 10 meses). Cuando los chicos estaban por 5° grado Mara se dio cuenta de que no los podía ayudar en los estudios y que eso se pondría peor cuando ingresaran al secundario.
"Yo tengo que estudiar, me dije", pero no fue simple. Hizo varios intentos frustrados. "Una vez, cuando estaba tratando de dar un examen, el profesor nos iba a dar las notas y dijo: Siéntense de este lado los que van a llorar y de este los que van a reír. Y yo me senté del lado de los que iban a llorar. Me puso un 3 y yo lloré como loca ".
Para ese tiempo Mara empezó a trabajar como auxiliar en un jardín maternal, propiedad de una de las hijas de aquella familia en donde había vivido tantos años.
"Yo tenía muy buena relación con los chicos y mis compañeras me empezaron a entusiasmar para que estudiara en un CENS".
Y así lo hizo. Cursó y se recibió. Y después se anotó en un terciario de arte. "Fue una carrera de 4 años, que a mí se me hicieron 6. Todavía me cuesta mucho estudiar, memorizar... Supongo que puede ser por la mala alimentación que he tenido".
Por ahora, este diciembre, Mara se ha recibido de profesora de Artes Visuales.
"En la carrera hablé mucho de mi vida, descargué mucho de todo lo que tenía adentro. Cada vez que rendía lloraba mucho, lloraba sin parar. Todos mis trabajos prácticos han tenido que ver con la historia de mi vida. Dicen que lo que no te mata te fortalece".
Mara cuenta que una de sus esculturas fue la de una niña de 5 años en tamaño natural. "Era yo. Le puse una cartita adentro. Le dije a esa niña que ya pasó, que ya nada malo le va a ocurrir, que va a estar bien.
Los profesores me preguntaron porqué puse esa carta dentro de la escultura. Y les dije que quiero que ha esa nena nadie la olvide. Que el día que se rompa la escultura, encuentren esa carta y puedan recordarla".
Mara ríe porque se ha quedado sin lágrimas.