Por Fernando G. [email protected]
Un dandy francés borró los límites entre la genialidad y la locura, y compuso “la música del futuro”.
Un dandy francés borró los límites entre la genialidad y la locura, y compuso “la música del futuro”.
Por Fernando G. [email protected]
El hombre, elegante y circunspecto, llegó al cabaret Le Chat Noir como un cónsul a una embajada. Aspiraba a convertirse en músico del lugar, pero presentarse como “pianista” era explicar muy poco. Así que estrechó la mano al dueño del lugar y dijo de sí mismo: “Soy Erik Satie, gimnopedista”. “Es en verdad una hermosa profesión, mi señor”, respondió el propietario, con pareja gravedad.
Satie había nacido en Honfleur en 1866 y las primeras piezas para piano que de él se conocen las escribió a los 18 años. Por entonces ya era un personaje extravagante y curioso, inclasificable para cualquiera que deseara trazar el límite entre la genialidad y la locura. Llamarse a sí mismo “gimnopedista” –en alusión a sus tres composiciones para piano más famosas: las Gymnopédies–, era casi un gesto de recato para quien supo escribir obras que se adelantaron en casi un siglo a la música minimalista, obras que titulaba con nombres ridículos, que provocaron funciones escandalosas –con sillazos y golpes de puño entre asistentes defensores y detractores– o que, simplemente, provocan el mismo efecto de la hipnosis a poco de escuchar cualquiera de ellas.
Si uno lo piensa bien, no hay nada en la vida de Satie que haya sido una pose. Vivió del mismo modo que compuso las inolvidables Gnossiennes, sus tres ballets, sus canciones. Pero nos falta saber si fue así porque estaba convencido de esa identificación entre el arte y la vida o sólo porque no podía hacer otra cosa.
Satie fue un dandy en la París de los dandies con el fin de burlarse de todos ellos. Por eso mismo es que ante la alta sociedad y la crítica oficial no pasaba de ser un pianista de cabaret, pero para quienes podían avizorar que él estaba escribiendo la música del futuro, sus gestos y su andar eran sencillamente anacrónicos, es decir, también adelantados a su época. Por eso a nadie podía extrañar que de pronto, este ironista y enemigo de las instituciones, se dijera miembro de una sociedad secreta (los Rosa Cruz), o que le propusiera matrimonio a la única mujer que amó, o de golpe ingresara a estudiar a un Conservatorio cuando eran los académicos quienes lo despreciaban.
Mientras sus colegas Debussy, Ravel, Auric, Honegger o Milhaud se rendían a sus pies; mientras pintores como Picasso y Picabia o escritores como Jean Cocteau lo alababan públicamente, Satie no dejaba ni de componer ni de observar todo con cierta condescendencia. Aunque está claro que no era insensible: cuando el crítico Jean Poueigh denostó el ballet Parade, nuestro compositor le devolvió la gentileza con una postal que decía: “Señor, usted sólo es un culo; pero un culo sin música”. No es díficil comprender que a Poueigh le haya parecido inadmisible escuchar que, en ese ballet, Satie le agregaba a la orquesta convencional cosas tan extrañas como un revólver disparado en escena, una máquina de escribir, dos bocinas de barco o botellas llenas de agua…
El misterio y la excentricidad acompañaron a Satie como su galera o sus frases sorprendentes. Cocteau contaba que recibía, tarde a tarde, la visita del músico, quien se quedaba siempre con su abrigo puesto “los guantes, el sombrero inclinado sobre sus anteojos, y con el paraguas siempre en la mano”.
Pero hubo un lugar común del que no pudo escapar el gimnopedista Satie, y fue de la muerte. Así, el 1 de julio de 1925 su cuerpo, al que poco atendía más que en su aspecto exterior, se rindió ante el alcohol y la escualidez. Fue en ese momento que sus amigos entraron, por primera vez en el minúsculo departamento que ocupaba desde hacía casi 30 años en Ancueil. Lo que encontraron fue propio de Satie, sorprendente y misterioso como él: polvo, mucho polvo; pilas de partituras con obras inéditas; cartas que jamás abrió; dos pianos unidos por las pedaleras y apenas usados; 100 paraguas; 20 trajes verdes; dibujos de seres y lugares imaginarios y unos cuatro mil rectángulos de papel recortados cuidadosamente. Y en uno de ellos, la siguiente frase: “Me llamo Erik Satie, como todo el mundo”.