WASHINGTON– Lo que estamos presenciando en Wisconsin y en otras partes es la sentencia de muerte de los grandes sindicatos. En una época, la mayoría de los norteamericanos podían identificar al jefe del AFL-CIO. Era George Meany, el antiguo plomero con su sempiterno cigarro en la boca, quien dirigió la federación de sindicatos de 1955 a 1979. Meany era uno de los personajes más influyentes de la Nación, citado y cortejado por muchos presidentes. Es dudoso que un número igual de norteamericanos pueda nombrar al actual sucesor de Meany. (Respuesta: Richard Trumka, ex director del sindicato de mineros).El movimiento sindical norteamericano se ha ido eclipsando durante décadas, pero los sindicatos del sector público constituían aún uno de sus pocos bastiones en pie. Ahora, su poder también está disminuyendo. Los estados y las localidades enfrentan reducciones presupuestarias a largo plazo. Los costos de la mano de obra representan aproximadamente la mitad de los gastos, señala Chris Edwards, del Cato Institute. Las pensiones y los beneficios médicos de los jubilados no están suficientemente financiados. Los sindicatos de los maestros sufren presiones para eliminar a aquellos de desempeño deficiente. Todos estos sindicatos están a la defensiva y reciben críticas, menos de los republicanos que de los contribuyentes y los padres.Es difícil recordar ahora lo dominantes que eran los sindicatos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. A mediados de los años ‘50, los sindicatos representaban el 36% de los trabajadores del sector privado.La mayoría de las grandes industrias estaban agremiadas: los ferrocarriles, el carbón, el acero, la industria automotriz, los teléfonos, los neumáticos, las aerolíneas, los camiones. Las huelgas en las industrias esenciales amenazaban constantemente con obstaculizar la economía entera, aunque en la práctica las empresas almacenaban acero o carbón por adelantado antes del vencimiento de los contratos y el Congreso detenía las huelgas ferroviarias.Hasta esto subestima la influencia de los sindicatos. No valía la pena organizar la mayoría de las empresas pequeñas y las firmas grandes no sindicalizadas temían tanto que sus obreros se agremiaran, que muchas de ellas concedían las exigencias de los sindicatos en sus políticas salariales y de personal. Los jornales subían anualmente, como reflejo de la inflación más un poco más; los beneficios (pensiones, seguro médico, vacaciones) se expandieron; la antigüedad prevalecía en los salarios para minimizar un favoritismo arbitrario.La caída de los sindicatos ha sido asombrosa. En 2010, los sindicatos representaron al 6,9% de los trabajadores del sector privado. Esa cifra es menor que el 12% en 1929, antes de que se aprobara la Ley Wagner de 1935 –la Ley Nacional de Relaciones Laborales– que concedió a los trabajadores el derecho a agremiarse y requirió que los empleadores reconocieran a los sindicatos que ganaran en una votación secreta.Hay muchas teorías para explicar este colapso: mayor resistencia de la patronal, más presiones e intimidación, la expansión de las empresas en regiones antigremiales –el Sur y el Oeste–, más empleados de oficinas y menos obreros de fábricas. Todas estas teorías tienen algo de verdad, pero la caída de los sindicatos refleja, principalmente, su incapacidad de adaptarse al cambio.Para sus miembros, los sindicatos existen con el fin de ganar salarios más elevados y beneficios y en eso principalmente triunfaron. En 2006, los salarios sindicales en el sector privado eran el 19% más altos que aquellos de empresas no sindicalizadas, estima el economista Barry Hirsch, de Georgia State University. El salario alto puede perdurar si la mayor productividad (es decir, eficiencia) justifica los salarios más altos o si las empresas pueden pasar el costo a los clientes. Las ventajas de productividad de las empresas sindicalizadas son escasas, expresa Hirsch. La fórmula funcionó, porque muchas industrias sumamente sindicalizadas estaban dominadas por unas pocas empresas grandes con costos de mano de obra similares. Éstos podían recuperarse en precios más altos.Pero esa situación se modificó en los años ‘70 y ‘80. Las importaciones y el “trasplante” de las fábricas crearon una nueva competencia en la industria automotriz y del acero. Las aerolíneas, los camiones y las comunicaciones (teléfonos) fueron des-regulados, permitiendo nuevos rivales de bajo costo en el mercado. La tecnología digital e internet transformaron las comunicaciones y amenazaron a muchas industrias, entre ellas las empresas de teléfonos y los periódicos tradicionales.Para los sindicatos, este hecho enfrentó las expectativas actuales de los miembros –de salarios más altos, beneficios generosos– contra las necesidades de las empresas de disminuir costos y, por ese medio, proteger puestos de trabajo futuros.En general, las concesiones de los sindicatos fueron demasiado pocas y llegaron demasiado tarde. Los gerentes corporativos, viendo sus modelos comerciales asediados, también actuaron lentamente. Tanto los líderes ejecutivos como los sindicalistas subestimaron la vulnerabilidad de sus posiciones de mercado, otrora inexpugnables.La caída de las tres grandes empresas automotrices ejemplificó este desastroso ciclo. Las empresas no agremiadas ganaron una porción del mercado; los miembros de los sindicatos cayeron. Los sindicatos también tuvieron problemas en agremiar otras empresas, porque tanto la gerencia como los obreros temían la pérdida de trabajo.Los sindicatos del sector público enfrentan ahora una situación similar. Entre los trabajadores del gobierno, el 36,2% está sindicalizado. Su crecimiento contrarresta, en parte, la erosión de los sindicatos del sector privado (la tasa combinada de sindicalización de trabajadores privados y públicos es el 11,9%). Tradicionalmente, los sindicatos de trabajadores públicos florecieron en una alianza con los demócratas liberales. Pero la enorme pérdida de los ingresos de los gobiernos locales y estatales ha transformado –como los nuevos competidores de las empresas– el clima económico y político. Los costos de la mano de obra han creado una presión ascendente sobre los impuestos y una presión descendente sobre los servicios públicos.El resultado es un dilema que trasciende las críticas partidarias de los sindicatos. Esforzarse demasiado por proteger los actuales salarios y beneficios estimulará una mayor oposición política y no sólo de los republicanos (véase gobernador Andrew Cuomo, en Nueva York).Pero sacrificar demasiado puede desencadenar una sublevación de las furiosas bases. Los sindicatos del sector privado no pudieron resolver este dilema; nunca reconciliaron los éxitos pasados con la supervivencia futura. Por lo tanto, los grandes sindicatos se convirtieron en los pequeños sindicatos. Si los sindicatos del sector público fracasan, los pequeños sindicatos podrían convertirse en los minisindicatos.
afondo
En los años ‘50, el 36% de los trabajadores privados estaba afiliado. En 2010, el porcentaje
disminuyó al 6,9%. Análisis de las causas del fenómeno.