Había que elegir. La decisión toma la trascendencia que uno mismo pueda o no otorgarle. Adquiere mayor o menor relevancia según el peso que tenga uno en el concierto general, dependiendo del momento y según la circunstancia.

Se organizó para el mismo día y en horario similar el debate de los que encabezaban las cuatro listas que competían por los 5 escaños en el Congreso de la Nación, y el concierto de la mítica y longeva banda de rock progresivo Jethro Tull. Un dilema en el que primó el deber por sobre el placer.

La política y el arte están estrechamente vinculados. En ocasiones parecen conformar un matrimonio duradero y feliz, en otras el conflicto hace insoportable la convivencia, y en muchas etapas y gobiernos la independencia de una y otra es tan significativa que dudamos de que alguna vez se haya consumado el amor entre ambas.

Abundan los buenos ejemplos. Pero también aquí debemos elegir y optamos por uno de entre muchos.

Servirá a tal propósito recordar la política de Alfonso Décimo de Castilla. Aquél rey del medioevo de la actual España, apodado Alfonso El Sabio, heredero del caudal intelectual de su mamá, Beatriz de Suabia.

Alfonso X fue el máximo responsable en consolidar, por sobre el latín, el idioma que actualmente maltratamos y sub usamos. Su propósito fue que además de los nobles, también los súbditos dominaran tan elegante lengua, y no se quedó en la intención. Creó los institutos necesarios para difundir el idioma que hoy reducimos a escasos términos.

Refundó la Escuela de Traductores de Toledo, en su versión más amplia y rica, dándole dimensión universal. Logró la convergencia impensada -antes y ahora- uniendo a las tres culturas monoteístas en un solo lugar. Judíos, musulmanes y cristianos, divulgando sus conocimientos de disciplinas según sus dominios. La astrología, las matemáticas, la poesía. Así como propició un trato persecutorio contra los no cristianos, en el campo intelectual supo reunirlos, auspiciarlos, y así le aportó a la lengua castellana textos imperdibles.

Hasta hoy resuena su decisión política. Su sobrino, Don Juan Manuel, fue autor de El Conde Lucanor, esos 51 relatos en los que el Señor Feudal recibía los consejos de Patronio. Historias breves y de enorme sentido moral, de acceso popular.

Una quizá simboliza como pocas lo que significa vivir en comunidad. Y sirve -costumbre casi redundante en esta columna- para rechazar las ideas de paternidad que solemos tener los argentinos sobre la invención de la picardía, la maldad y la genialidad.

Resumo groseramente. Ubiquémonos en el tiempo. Año 1200. El lugar pudo ser cualquiera. La joven y el caballero más queridos de la comarca habían decidido casarse. Todo el pueblo conocía la carencia de recursos de la pareja. De la misma manera, estaban convencidos de que debía realizarse una gran fiesta. Hoy diríamos una cena a la canasta. El tema central era el vino. Lo resolverían fácilmente. En la fuente central adonde brotaba el agua limpia, obturarían los orificios y allí, cada cual depositaría su litro de vino. Uno de los que participaban en los festejos por la boda le insinuó a su mujer que llevara en vez del litro de vino correspondiente y comprometido en acuerdo con los demás vecinos, un litro pero de agua. Deducción lógica. Quién podría notar un litro de agua entre los 1.100 de vino que albergaba la fuente.

Eliminando detalles y abreviando el bonito relato de Don Juan Manuel, apresuro el final. Patronio le explicó al Conde que fue la primera vez que en una cena multitudinaria, y en ocasión de una celebración nupcial, aquella noche, todos y todas debieron conformarse en brindar sólo con agua.

Podría sonar infantil como moraleja. Seguramente. Aunque quizás ese no sea el adjetivo apropiado.

En el debate que mantuvieron en los estudios de Canal Siete los candidatos de Cambia Mendoza, Somos Mendoza, Frente de Izquierda de los Trabajadores y Partido Intransigente, léase Protectora, me detuve en las respuestas sobre una consulta que sirve para considerar cuánto vino podrá haber en nuestras futuras fiestas democráticas.

El juego consistía en que cada uno se manifestara diciendo a cual de los tres contrincantes elegiría si estuviese impedido de elegirse a él mismo.

Si analizamos, esto es lo que puede ocurrirle al elector improvisado, al ciudadano desatento o al votante desprevenido.

Mientras los escasos setecientos mendocinos que escuchaban al escocés Ian Anderson, líder de Jethro Tull, tal vez interpretando aquel himno Aqualung, mendigo universal, peligroso y abandonado, en la escenografía del programa Séptimo Día, tres de los cuatro candidatos coincidieron en que no votarían a ninguno, o sea, a nadie. Y no es una anécdota destacar que -precisamente- esos tres que prefirieron su "no voto", que traducido a urnas sería voto en blanco, esos tres son quienes representan a fuerzas políticas con representación actual parlamentaria y los tres, con mejores o peores recursos propios, viven y trabajan en y de lo que denominamos "política".

Excepto uno de ellos, tal vez empujado por la inmunidad de no serlo por entonces, optó por uno de los otros tres, a pesar de sus diferencias. Se jugó por una, en este caso. Algo que la mayoría, aquí y en cualquier sistema democrático del mundo, hacemos los mortales. Elegimos aquel que creemos puede interpretar un poco mejor lo que queremos, pensamos, sentimos y creemos. Pero si nos expresamos y decimos "ninguno" reúne tal facultad, estamos en serios problemas.

Es notorio que existe o una autovaloración excepcional o desprecio por el sistema del que ellos mismos son arte y parte. No lo digo yo, lo dijeron ellos.

De ninguna manera es intención un juicio definitivo contra los postulantes, es sólo una mínima catarsis por haberme privado de escuchar en vivo a la legendaria banda de rock progresivo. Impedimento no impuesto, elegido.

Tuve la opción y preferí el debate. Involucrarme. Sin dudas más inspirado en el arte futuro que en la efímera discusión del momento, porque como bien dice Ian Anderson: "Sólo lo que das es lo que te convierte en quien eres".

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