Incómodo y a salvo
Las voces del televisor se diluían en los recovecos de la cocina, que con un par de sillones también cumplía el propósito de sala de descanso.
El sofá más pequeño había dejado de ser confortable hacía tiempo. Leopoldo forzaba el cuerpo para acomodarse lo mejor posible y si la suerte lo acompañaba, incluso podría dormitar un rato.
Dos políticos peleaban en un programa por la cotización del dólar. Deberían haberse coronado como la mejor fórmula para conciliar el sueño, pero eran demasiado vehementes en sus argumentos y en sus gritos. Dormir dejaba de ser una posibilidad.
Dejó el sillón incómodo, se preparó un café y cambió de canal. Como estaba solo, decidió repetir su ceremonia de seguridad. Caminó lentamente hacia la primera puerta vidriada, que conducía a la recepción y verificó que la segunda puerta, la que daba hacia la calle, tuviese la rudimentaria pero efectiva madera que la atravesaba a lo ancho. Todo estaba en su lugar y taza en mano volvió hacia la cocina, no sin antes cerrar la puerta vidriada tras de sí, con mucha suavidad. Se río de ese cuidado. Si hubiese hecho mucho ruido, nadie lo habría notado.
Se sentó nuevamente frente a la pantalla, con más resignación que cansancio. La noche iba a ser larga.
Perdido
Pantalla, voces aburridas, más café y el sillón que enfatizaba sus molestias. Cuando no había trabajo, las horas eran agobiantes, más aún si el sueño no se presentaba como paliativo.
No hubo una advertencia, un sonido que revelase que alguien había entrado en la habitación, pero Leopoldo tuvo el acto reflejo de girar la cabeza para verificar si seguía solo. Y no lo estaba.
Junto a la puerta había un hombre de unos 70 años, vestido con un traje azul oscuro, impecable camisa blanca y corbata gris, que avanzó a su encuentro.
-“¿Dónde está la morgue?”, le preguntó con calma y sin siquiera presentarse.
Cuentos de terror Marcela Furlano El hombre del traje azul 3
Imagen elaborada con IA-Gonzalo Ponce
Leopoldo se levantó del sillón, abandonó la taza de café sobre la mesa y le advirtió al desconocido que no podía estar en ese espacio, reservado para el personal médico.
El hombre insistió con su pregunta, esta vez con más urgencia y con una impaciencia que empezaba a descifrarse en la gestualidad excesiva de sus manos.
Leopoldo le advirtió que tendría que esperarlo en la recepción y lo acompañó hasta la puerta vidriada. Le repitió que lo esperara ahí y que volvería a atenderlo pronto. Lo dejó solo y volvió a la cocina.
Inmediatamente escuchó golpes en la puerta que daba a la calle. Podía reconocer ese sonido sin temor a equivocarse. Se amplificaba en el silencio pesado de las dependencias del edificio cuando el mundo dormía. Eran las campanadas que interrumpían su quietud o su sueño y lo llamaban al trabajo. Para otros, más allá de las fronteras de esas paredes que albergaban la muerte como objeto de estudio, las campanadas tañían para anunciar su duelo.
Silenciosa compañía
Buscó la llave de la puerta que daba al exterior, donde seguramente ya estaría estacionada la morguera. Traspuso la primera puerta, la vidriada, y a pesar de la premura de sus acciones para no retrasar la entrega del cuerpo, vio que el hombre que condujo hasta la recepción no estaba.
Advirtió que había una falla grave en el control de los accesos. No alcanzaba a entender en primer lugar, cómo ese hombre había ingresado y ahora no podía determinar por dónde se había ido. La puerta que daba al estacionamiento -única salida-, estaba con la tranca de madera y con llave. Concentrado en lo urgente, supo que tendría que dejar la anomalía de seguridad para otro momento.
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Cumplió con el papeleo que implicaba el inicio de una autopsia. Entre los que entregaban el cadáver y él no había demasiado diálogo. Al principio el silencio tal vez se estableció por el entendimiento del acto trascendente en el cual estaban implicados. Eran la compañía de alguien que ya no era, testigos de ese misterioso abandono. Después, la rutina del respeto sin palabras, seguía imponiéndose entre todos los actores de este último acto en la biografía de los otros.
Concluidos los procesos correspondientes, la puerta del exterior se cerró, traba de madera incluida y Leopoldo se quedó a solas con su inmediato objeto de análisis. Se felicitó por haber aceitado las ruedas de la camilla, porque el chirrido le confería a los desplazamientos un aire de película de terror que le resultaba inapropiado.
Se trasladó a las dependencias donde debía realizar la autopsia y comenzó a preparar el instrumental, mientras el cuerpo todavía estaba en la bolsa en que lo habían dispuesto para el traslado.
Con los instrumentos prestos, al igual que su disposición, descubrió el rostro de su futuro trabajo y lo reconoció. Ahora se veía sereno, sin la inquietud con que instantes antes le había preguntado dónde estaba la morgue. El hombre había fallecido en un accidente de tránsito.
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Leopoldo se tomó unos instantes para despejar el miedo e interpretar lo inexplicable. Quizás la muerte, cuando se presenta de manera tan súbita, fuerza el despojo de las humanas condiciones con las cuales existimos y despedirse de la vida parece imposible. Había un destino para el hombre del traje azul, sólo que él, ebrio aún de vida, no supo que iba a su encuentro.