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Marta Sanz: "Estamos viviendo una reducción del léxico y de la sintaxis por el mal uso de las redes sociales"

Los íntimos, un ejercicio de exorcismo de la reconocida escritora madrileña contra sus fantasmas personales y las trampas de la memoria

Marta Sanz (Madrid, 1967) tiene una carrera literaria consolidada. Ha sido distinguida en esferas como las de los premios Herralde o Nadal.

No se conforma, sin embargo. Insatisfecha, siente la necesidad de hurgar en los distintos pliegues de su vida y de su trayectoria, allí donde opera “la injusticia de la memoria”. La arbitrariedad de los recuerdos.

De ese material huidizo, de “acontecimientos tamizados por nuestro sentimiento y por nuestra subjetividad”, están compuestas las quinientas páginas de Los íntimos, un libro que ella se resiste a calificar de diario.

¿Cómo lo llamamos, entonces? Marta prefiere darle un carácter de memorias. Pero también de exorcismo contra los demonios y fantasmas personales. De novela social. De reflexión literaria. De libro de viajes, incluso.

Todo esto y mucho más también, en un recorrido poblado de nombres propios, de aventuras o de ritos formales, de protestas contra lo que hay o lo que falta.

Cuando nos atiende, telefónicamente, desde Madrid, aprovechamos para pedirle un favor: que nos contacte con su amiga Sara Mesa para charlar también en el programa La Conversación de Radio Nihuil.

-Hola, Marta, buen día.

-Hola. Es un gusto hablar con vosotros. Y a ver si capto a Sara para que os haga una entrevista también (ríe).

-Buenísimo. Nos tenés que hacer de puente porque la historia tuya con Sara y otras dos amigas, perdidas en las montañas de Bolivia, es deliciosa.

-Veo que has leído ya el libro y no sabes cuantísimo te lo agradezco. Es verdad, Sara y yo fuimos a la feria del libro en La Paz y vivimos allí unas aventuras absolutamente fantásticas.

-Eran cuatro mujeres encerradas adentro de un auto soportando el frío de la noche porque se habían quedado sin combustible. Hasta que se te ocurrió convencer a tus compañeras de que abandonaran el vehículo, sin ningún otro plan. No sé si estuviste muy valiente o muy loca.

-Pues no sé si estuve valiente o loca, pero al final resolvimos la situación (ríe). Es que yo pensaba: cuatro mujeres, allí, encerradas en el auto toda la noche, con el frío... Al final nos salió bien porque vino a nuestro rescate un taxista maravilloso de una compañía que se llamaba Sapito del Sur y nos resolvió toda la papeleta.

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Marta Sanz: "Estamos viviendo una reducción del léxico y de la sintaxis por el mal uso de las redes sociales". 

Marta Sanz: "Estamos viviendo una reducción del léxico y de la sintaxis por el mal uso de las redes sociales".

-Tu libro, Marta, tiene un abundante y variado contenido en sus quinientas páginas. Pero lo marca fuertemente tu genealogía. Tu padre y tu abuelo Ramón son referentes directos. Los presentás diciendo ser "la hija de un fisioterapeuta. La hija del hijo de un mecánico melómano que escribía memorias, folletines y diarios", etcétera.

-Bueno, Los íntimos es una memoria. Es una memoria del pan y de las rosas, donde yo recorro treinta años ya de trayectoria literaria a través de la novela, la poesía, los ensayos. Entonces, cuando yo me he echado la vista atrás y me he dado cuenta de cuáles han sido las fuentes más importantes para mí, por lo que yo he vivido en mi casa, por mi experiencia vital, pues me he dado cuenta también de que la figura de mi abuelo y de mi padre son absolutamente fundamentales.

-Recordemos qué hacía tu abuelo.

-Mi abuelo era un mecánico. Arreglaba coches. Se manchaba las manos de grasa. Pero era un hombre absolutamente enamorado de la música, por eso en Los íntimos se le llama "el mecánico melómano".

-¿En qué se traducía eso?

-Confiaba mucho en la cultura; en el poder de transformación de la cultura, en ese sentido del placer y de la belleza que nos da la cultura. Luego eso de algún modo lo heredó mi papá, que ya pudo ser el hijo del obrero que iba a la universidad. Y mi padre también escribe poemitas, pinta; o sea, tiene un impulso estético muy grande.

-¿De qué manera se completó tu transformación?

-Luego, a través de mi mamá, algo que ya conté en La lección de anatomía, me llega una percepción de la realidad menos culturalista y más pegada a las cosas de la vida cotidiana, que también naturalmente se clavan en la escritura.

-¿Puede ser, si no nos traiciona la memoria, que en una reunión familiar tu abuelo se ofendiera porque ustedes ponían música de Serrat?

-Sí, se ofendió mucho.

-¡Pero era Serrat!

-(Ríe) Es que a mi abuelo Serrat le parecía un moderno. Le gustaba muchísimo la música clásica; además, la música clásica figurativa, la música clásica muy melódica, que él pudiera comprender, como la ópera o la zarzuela. Y Serrat le parecía demasiado moderno para su sensibilidad. Entonces, más allá de que evidentemente estaba muy equivocado mi abuelo en ese sentido, lo que sí era importante es que, como te comentaba antes, la cultura para él era fundamental. Y más que ser una conversación, lo que ocurría era una trifulca, o sea, era una cosa en la que mi abuelo se jugaba la vida. Había unas polémicas absolutamente fascinantes.

-Hay muchos libros híbridos en estos días. Y el tuyo resulta más difícil todavía de encasillar en un género. Podríamos decir que es autoficción, algunos hablan de dietario o de memoria, etcétera. Por aquí nos inclinamos a pensar que es un diario, pero resulta que, allá por la página 357, decís, textualmente, "no escribo diarios", subrayando "la peligrosidad de la escritura diarística". ¿Cómo es la cosa?

-(Ríe) Yo no quiero llevarte la contraria, ¿eh?, pero vamos a conversar un poco de ese asunto. No es un diario. Solamente dentro de Los íntimos hay intercalado uno, el diario de Cali, que yo escribo día a día, siguiendo mi experiencia en un festival literario en esa ciudad colombiana.

-¿Y a lo demás cómo lo llamarías?

-El resto de las páginas no están escritas con la vividez del día a día, sino con ese dibujo, con esa imagen sensorial y subjetiva de la memoria, de lo que podemos recordar, de las cosas de las que nos acordamos y de las cosas de las que no nos acordamos, y de los acontecimientos tamizados por nuestro sentimiento y por nuestra subjetividad.

-¿Cómo lo consideramos, pues?

-Por eso dije que para mí es más una memoria. Y coincido plenamente contigo en que es un texto muy difícil de encasillar, porque ¿cómo podemos encasillar toda una vida? Entonces, al final se dice que este libro es un exorcismo, porque intentas salvarte de los demonios, de los fantasmas que tienes. Es una novela social, porque hablas de tu trabajo. Para mí la literatura es la forma en la que yo me gano la vida. Tiene algo también de reflexión literaria. Tiene algo de libro de viajes, porque he viajado muchísimo gracias a esta profesión.

-Acá mismo estás explicando porqué es tan complicado de catalogar.

-Es un poco todo eso. Y todo eso analizado desde una perspectiva muy humorística, que es fundamental. Una se tiene que tomar un poco en broma, porque, si no, ¡imagina!

-Vos decís que tu libro es una especie de exorcismo. Si bien van apareciendo paulatinamente algunos indicios en tus páginas, cabe preguntar: ¿cuáles son los principales demonios que atormentan a Marta Sanz?

-(Sonríe) Yo vivo muchas contradicciones. Creo que todos los seres humanos vivimos muchas contradicciones y que, luego, las escritoras vivimos algunas contradicciones específicas.

-¿Como cuáles?

-Yo, por ejemplo, por un lado, vivo la contradicción entre sentirme una escritora leída y respetada, que va encontrando un espacio después de los años. Y, al mismo tiempo, siento que eso quizá no es suficiente y me insatisface; y al mismo tiempo concibo que esa insatisfacción es fundamental para poder seguir escribiendo, porque si tú tienes una conciencia plena del éxito, eso es la muerte, eso te coloca en una complacencia que es mala.

-No dormirse en los laureles.

-Se trata de equilibrar también lo que es la relación con los lectores y con las lectoras que sois, quienes completáis el proceso de comunicación literaria, pero sin dejar que eso te condicione desde un punto de vista del mercado, que nos lleva a todos a una situación de competitividad muy desagradable.

-Un equilibrio, también, complicado de lograr plenamente.

-Esos son un poco mis demonios, los demonios que tienen que ver con cómo se equilibra la cotidianidad con el proceso de escritura; la supervivencia desde un punto de vista material con la fidelidad a ti misma y lo que consideras que debe ser tu proyecto creativo y tu apuesta. Esos son mis demonios.

-Demonios muy profesionales. ¿Y de los otros?

-Pues los de todo el mundo, como, no sé, el miedo a la muerte, el que la enfermedad nos pueda saltar en un momento inesperado de la vida, el duelo anticipado por la muerte de los padres. Son todas esas angustias metafísicas que, insisto, hay que mirarlas con la clave del llamado humor negro, porque, si no, nos entra la angustia y no salimos de ahí.

-A propósito de esto, cuando te despediste de las columnas de los jueves en el diario El País, les explicaste a tus lectores que necesitabas "una pausa en un punto de la vida en el que he de pensar más cada movimiento”. Y remarcabas esto: “Vivo episodios melancólicos que cazan mal con la opinión porque se pueden convertir en una acrimonia torva".

-Claro. Yo creo que cuando una persona siente que está melancólica, como yo digo en esa pausa de mis columnas de El País, no debería atreverse a dar opiniones que tienen que ver con el estado de lo público. Para hablar de lo público y de lo que nos concierne a todos, hay que señalar las grietas y las cosas que están mal, por supuesto que sí. Pero tienes que hacerlo desde un entusiasmo y una esperanza, que yo, en ese momento, notaba que no tenía; que no tenía en el espacio de la opinión periodística.

-¿Y fuera de ahí?

-Sí que lo conservo en el espacio de la literatura. Yo tengo una confianza desmesurada en la literatura, tengo una visión muy optimista de la posibilidad de la palabra para ampliar nuestra visión del mundo. Y lo único a lo que he renunciado es a ese nivel de comunicación con los lectores a partir de unas páginas de opinión.

-¿Cómo sería tu lazo, entonces?

-Yo quiero comunicarme con los lectores y con las lectoras a través de la poesía, a través de las novelas, a través de la memoria, que es con lo que yo me siento más cómoda, más identificada y que, de alguna manera, recoge más esa faceta más alegre o más vital de mi personalidad y de mi escritura. O sea, no te preocupes porque estoy solo moderadamente triste (risas).

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Los íntimos, el libro de Marta Sanz. 

Los íntimos, el libro de Marta Sanz.

-Tuviste otro episodio a raíz de la edición que hizo un robot de un texto tuyo, en épocas de tu novela Clavícula. Cuando te consultaron sobre tu confianza en la cultura digital, dijiste, entre otras cosas: "Me inquieta el hecho cierto de que me estoy haciendo vertiginosamente vieja y de que conversar, leer y escribir se han convertido en acciones que implican movimientos que despiertan mi curiosidad y otros que me generan desconfianza". Es inevitable, Marta. Pasan los años y siempre nos vamos sintiendo cada vez más viejos.

-Efectivamente, esa vivencia de sentirte más vieja tiene que ver con una cuestión biológica, con que van pasando los años y vas notando partes de tu cuerpo que antes no sentías, y no precisamente para bien. Pero sí creo que, en los últimos tiempos, con el tránsito de lo analógico a lo digital, que se ha producido en un plazo récord de tiempo, hay muchas actividades, muchas actitudes, muchas maneras de entender la vida en las que yo me reconozco poco ya.

-¿De qué manera sí te reconocés?

-Por ejemplo, la manera que tenemos de relacionarnos con los textos, esa especie de experiencia literaria de la lentitud, de la concentración, de paladear la textura del lenguaje más allá de lo que una historia te vaya a contar al final; esa falta de prisa, ese pensamiento demorado, esa no opinión en caliente que requiere la literatura y que, de algún modo, en estos últimos años, ha cambiado mucho por efecto de la comunicación en las redes sociales, sobre todo.

-Se entiende. Son modos diferentes de estar dentro de la atmósfera literaria.

-Entonces, ese es el sentido en el que me siento un poco desplazada. Pero, al mismo tiempo, ese es un lugar de resistencia para las personas que nos dedicamos a la literatura, para las lectoras, para los lectores, para quienes escribimos, porque es una manera de prestar atención a la realidad desde un lugar que a lo mejor nos pasa inadvertidos si estamos muy metidos en la inercia de la red. En ese sentido es en el que yo me siento un poco vieja.

-¿Vieja cómo?

-Me siento, fíjate, casi como oportunamente vieja, orgullosa de ser vieja, con un tipo de lucidez diferente. Y ante todo eso, hay que decir que no soy tan vieja, que tengo cincuenta y siete.

-Por eso. Tenés una edad estupenda.

-A veces hablo y parece que tengo noventa y dos. Pero no, no, no (risas).

-Siguiendo con esto de la cultura digital, en un momento de tu historia en la montaña boliviana, vos contás que discutían con Sara Mesa respecto de las redes. Ella te argumentaba a favor de su uso responsable, pero lo concreto que ambas terminaron yéndose de ahí. Es una pena para los lectores de ustedes. ¿Por qué sucedió esto?

-Porque al final ella se hizo mucho más reticente que yo (sonríe). Te cuento que, en la época de la pandemia, yo estaba en las redes. Me abrí una página de Instagram en la que, además, iba contando mis impresiones. Eso sí que era un diario.

-¿Qué ponías en tu diario de pandemia?

-Era un diario de la vida cotidiana dentro de la casa y de cómo la casa se transforma con esa mirada atenta y microscópica. Era una visión esperanzada. También lo hice para promocionar un libro mío que se llama Pequeñas mujeres rojas que se había quedado congelado por la situación.

-¿Y cómo te fue con eso?

-Fue una experiencia muy bonita. Una experiencia que me puso en contacto con muchas personas a las que yo no hubiera llegado de ningún otro modo. Era una cuenta que llegó a tener diez mil seguidores, que para una escritora no está nada mal.

-¿Y por qué se cortó la experiencia?

-¿Sabes lo que me pasó? Que me la secuestraron, me la hackearon.

-No te puedo creer.

-Sí, sí. Y nunca jamás la pude recuperar. Está ahí colgada en Instagram, pero yo no tengo acceso. Eso me hizo sentir un poco la vulnerabilidad de las redes. Me hizo experimentar cierta desconfianza. Yo me había abierto, había tenido una actitud más curiosa, pero haber sido víctima de un acto delictivo me inhibió. Me quedo con mi escritura analógica y caligráfica.

-A propósito de tu escritura analógica y caligráfica, aludís a una comunidad lectora menguante. "Las comunidades lectoras -decís- se estrechan tan peligrosamente que reafirmo la capacidad de resistencia, la necesidad de resistencia, de cierta literatura que parece que ya no le interesa a nadie. O a casi nadie". Hay que ser valiente para ponerse en ese lugar, más en tu caso, que publicás en una editorial como Anagrama.

-Lo que sucede es que leemos mucho. Evidentemente leemos mucho. Leemos todo el rato. Tenemos que leer todo el rato. Leemos en las pantallas, leemos la publicidad, leemos muchísimas cosas. Somos una sociedad tremendamente lectora. Pero lo que se ha perdido de algún modo es ese nivel de compromiso que exigía el texto literario, ese que te está sugiriendo todo el rato que te empines un poco por encima, quizá, de lo que eres capaz de comprender.

-Un esfuerzo adicional.

-A mí me admira mucho una poeta uruguaya, Ida Vitale. Ella contaba su experiencia como lectora de poesía y decía que cuando comenzó a leer a Gabriela Mistral no entendía ni una sola palabra hasta que se dio cuenta de que había que empinarse un poquito. Y a partir de ahí descubrió una manera distinta de entender el mundo y empezó a escribir ella.

-Aprender a leer, entonces...

-El problema es que ahora hay veces que nosotros somos la única medida del mundo y pensamos que, cuando no entendemos un texto o cuando un texto nos opone una pequeña resistencia más allá de la satisfacción inmediata, eso significa que el texto no sirve. Ese es el problema.

-¿Cómo es la manera de afrontarlo?

-Creo que tenemos que estar abiertas a la transformación, tenemos que estar abiertas a tener una actitud curiosa, a que nosotras no somos la única medida del mundo; a que a partir de la literatura no solamente nos entretenemos, que nos entretenemos muchísimo, sino que también podemos aprender cosas que no sabemos, formularnos preguntas.

-¿Adónde estás apuntando, entonces?

-Lo que me interesa es ese tipo de literatura que no está única y exclusivamente vinculada con el espectáculo. Me interesa mucho esa literatura que también está relacionada con el riesgo intelectivo, la posibilidad de que leas un libro y te hagas preguntas sobre tu propia vida. Ese es el tipo de comunidad lectora que yo creo que se está restringiendo y al que aludo en Los íntimos.

-Una buena lectora y profesora universitaria, Fernanda Rivarola, felicita por la nota y dice sentirse identifica con lo que estás diciendo respecto de la vejez y la vulnerabilidad frente a la tecnología.

-Muchas gracias. Lo que yo intento es explicarme lo mejor que puedo. También creo que estamos viviendo una especie de reducción del léxico y una reducción de la sintaxis muchas veces por el mal uso de las redes sociales y de las nuevas tecnologías. Y eso empobrece nuestra capacidad de explicarnos, nuestro pensamiento crítico y nuestra capacidad de hacer memoria, que al final es lo que nos sitúa dentro del mundo de los afectos y de la humanidad.

-Al principio del libro hacés mención de tu papá, de tu abuelo melómano, hasta que después lo metés también a Chema, que terminó siendo tu marido pese a que alguien en tu familia te había advertido de que era un picaflor. ¿Qué pasó con el picaflor? ¿Lo domaste? (risas).

-Bueno, el picaflor es un santo, en realidad. Eso me lo dijo mi abuela porque a Chema lo conocía mi familia desde hacía muchísimos años.

-¿Con malas experiencias?

-Hubo alguna novia de Chema que habló con mi abuela y entonces no lo dejó en muy buen lugar. Pero Chema es la persona que a mí me acompaña a lo largo de la vida. Es la persona que me cuida y es la persona con la que yo converso, que es amigo. Y la persona que hace posible que yo pueda escribir.

-Irremplazable.

-Sí, me da unas condiciones en la vida que permiten que yo escriba. Esta mañana estábamos en un acto, aquí en Madrid, y yo le digo a la gente: es que Chema tiene esta materia, esta forma y este cuerpo, tiene esta habilidad y esta manera de estar en el mundo, porque yo lo he escrito, me lo he inventado, lo he imaginado así (risas). Y hacemos muchas bromas.

-Fundamental, todo esto, más para una persona como vos.

-Siempre hay que tener gente que te cuide para todo. Pero para desempeñar este oficio de escribir con la concentración, con el tiempo, con la exigencia que requiere, pues tener un Chema en la vida no es ninguna tontería. Si hay algo por lo que estoy agradecida en la vida es por haberme encontrado con este hombre en mi camino, la verdad.

-En cuanto a la materia con que está hecho cada uno, hacés referencia, en algunos momentos de la vida, a tu cuerpo. Incluso te llegás a ofender cuando te dicen fea para insultarte (sonríe). ¿Le prestás atención a tu físico o sos una rata de biblioteca solamente?

-Desde niña siempre he sido muy corpórea. Siempre me ha gustado mucho moverme. Soy nerviosa, bailo, nado. Es decir, soy puro nervio y tengo mucha, mucha conciencia del cuerpo, hasta el punto de que esa conciencia del cuerpo la utilizo en la escritura.

-¿De qué manera se traduce esto en tu oficio?

-Muchas veces lo que hago es escribir desde la metáfora de que, en cierta medida, nuestro cuerpo es un texto en el que se queda impresa nuestra vida. Y, de la misma manera, nuestros textos son cuerpos que tienen, pues eso; tienen la sensorialidad, las vísceras, el dentro y el fuera de los cuerpos de la vida real.

-Toda una definición de estilo.

-Además, se escribe con la fuerza del cuerpo y, como decía la escritora Marguerite Duras, escribir es encarnizarse. Yo, cuando escribo, aprieto mucho, mucho el lápiz. Me interesa mucho esa expresión corpórea de la posibilidad literaria.

-Marta Sanz de cuerpo entero, podríamos decir.

-Luego, claro, soy una persona corporalmente un poco hipersensible y eso me hace ser un poco hipocondríaca y a eso se le saca también mucho jugo desde el punto de vista del humorismo literario.

-Las personas inteligentes en algún momento pasan por la hipocondría ¿o no?

-Yo ya cuestiono mucho el concepto de las personas inteligentes.

-¿Por qué?

-Porque, al final, las personas, lo que tienen que buscar es la felicidad, el bienestar, la capacidad de poder vivir con las otras personas de una manera solidaria y armónica. Y hay veces que cuando la inteligencia se asocia a esa lucidez que nos hace ponernos enfermos o ser tremendamente infelices, yo, como buena escritora, me estoy cuestionando todo el rato el significado de las palabras (ríe).

-Podríamos hablar todo un día seguido, por la cantidad de temas que propone tu libro. Hay una multitud de nombres ahí, como, entre tantísimos otros, los de Almudena Grandes o Luisgé Martín. Pero sería una pena despedirnos sin mencionar la anécdota que contás sobre Joaquín Sabina y un consejo sobre la sal.

-Esa anécdota se refiere a cuando, lamentablemente, murió Almudena Grandes y se le hizo un homenaje en el Teatro Español de Madrid. A mí me tocó salir al escenario, invitada por Luis García Montero, en compañía de una gran actriz del teatro y del cine español, Blanca Portillo, y de Joaquín Sabina.

-¿Cómo estabas en ese momento?

-Tremendamente intimidada porque me parecía que yo era un piojo microscópico al lado de esas grandes presencias escénicas. Entonces llegó Sabina y me dijo, mira, Marta, si te pones nerviosa, tú lo que tienes que hacer es tomar una pizquita de sal. Porque la pizquita de sal quita la sequedad de la boca y a mí esto me lo contó Monserrat Caballé.

-¡Nada menos!

-Eso es algo que se repite a lo largo de todo el libro. Es un leitmotiv que lo que quiere expresar es cómo yo no me olvidaré jamás en mi vida de ese momento que para mí fue muy representativo y muy significativo. Y, seguramente, Joaquín Sabina olvidó a los cinco minutos el haberme dado el consejo a mí (risas).

-Excelente anécdota para definir el tono general de tu libro.

-Los íntimos está lleno también de estas reflexiones sobre la jerarquía de la memoria, la injusticia de la memoria y todo eso, pero, vamos, Joaquín Sabina, conmigo, entre bambalinas, fue un tipazo. Se portó muy bien.

-La última, en función de varias autodefiniciones que van poblando tu libro. ¿Sos más mitómana o iconoclasta? Da la impresión de que sos más esto último. Te gusta andar derribando ídolos.

-A mí me gusta esa literatura que sirve para romper las lunas de los escaparates. Me gusta esa literatura que sirve para desordenar lo que está aparentemente ordenado. Hay una literatura que impone orden en el caos y hay una literatura que intenta buscar las rendijas para decirnos que, quizá, esas jerarquías y ese poder pues nos lo podemos cuestionar.

-Has plantado una bandera.

-En ese sentido soy una escritora iconoclasta. Pero, con el paso del tiempo, he descubierto que, claro, para ser iconoclasta tienes que ser un poco fetichista.

-¿Por qué el fetichismo?

-Porque tienes esa noción del icono. Le das esa entidad, le das esa importancia. Entonces, al final, yo creo que también todo Los íntimos es una especie de síntesis de posibilidades contrarias de experimentar, al mismo tiempo, sensaciones muy diferentes. Y eso es la vida. Y eso es la literatura.

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