En la filosofía clásica, se pensaba que cada cosa tiene una esencia: una naturaleza fija, un conjunto de características definidas que determinan qué es y para qué existe. Por ejemplo, un cuchillo tiene una esencia: está hecho para cortar. Esta esencia está antes que la existencia del cuchillo mismo.
Primero está esa idea o propósito y luego se fabrica el objeto que cumple esa función. La filosofía del existencialismo rompe con esta idea cuando habla del ser humano. Según Sartre, para las personas ocurre lo contrario: primero existimos, luego definimos qué somos.
No nacemos con una naturaleza fija ni con un destino predeterminado. No hay un “manual” o esencia universal que diga cómo debemos vivir, qué debemos ser o qué sentido debe tener nuestra vida. Nuestra existencia es un hecho puro: estamos aquí, vivimos, respiramos, sentimos. Pero qué haremos con esa existencia, qué significado le damos, eso depende completamente de nosotros.
Esta idea implica una gran libertad, pero también una gran responsabilidad. La libertad proviene de saber que no estamos encadenados a un propósito dado por fuera, sino que somos quienes debemos crear ese propósito. No hay excusas basadas en una “naturaleza” fija; somos libres para elegir y construir nuestro propio camino. Pero esta libertad también puede ser angustiante porque no hay garantías ni certezas externas: cada decisión define quiénes somos y no hay un patrón a seguir.
No existe un destino predeterminado ni una esencia que nos defina; somos nosotros mismos, a cada instante, quienes forjamos nuestra vida. Esa condena implica que la libertad no es opcional ni algo que podamos rechazar, sino una condición inevitable de nuestra existencia humana.
Por eso, aceptar que la existencia precede a la esencia es aceptar que somos creadores activos de nuestra identidad y destino. No estamos definidos por roles, tradiciones o expectativas, sino que nos definimos con cada acción y decisión que tomamos. Esta visión nos invita a vivir con autenticidad, a tomar las riendas de nuestra v ida y a reconocer que somos responsables de darle sentido a nuestra propia existencia.