A siete meses de que se conociera su historia aprendió a andar sola por la calle. Sus 7 hijos engordaron y el más chiquito no necesita sedantes para dormir. “Ahora sólo nos manda Dios”, dice el hijo mayor.

La hija del “Chacal” habló de su nueva vida tras 20 años de dolor

Por UNO

El úl­ti­mo día del año 2009 se pin­tó los ojos con som­bra ce­les­te, to­mó un mi­cro y se fuehas­ta el cen­tro. De a po­co se es­tá sa­can­do la cruz de ser só­lo la hi­ja del Mons­truo de la

Cuar­ta, con quien tu­vo sie­te hi­jos, pa­ra ser una mu­jer de 36 años que cría a sus ni­ños, que

sa­le a ha­cer sus com­pras y que se to­ma el óm­ni­bus pa­ra ha­cer sus trá­mi­tes. Es­ta

mu­cha­cha no ol­vi­da­rá ja­más el tor­men­to­so año 2009. Pe­ro sie­te me­ses des­pués de que

de­nun­cia­ra a su pa­dre por rei­te­ra­das vio­la­cio­nes du­ran­te 20 años ha po­di­do re­co­brar

la paz.

El pa­dre, de 67años, es­tá en la cár­cel a la es­pe­ra del jui­cio; la ma­dre de ella y

pa­re­ja ofi­cial del Cha­cal vi­ve en otra ca­sa y no tie­nen con­tac­to asi­duo.

Cir­cuns­tan­cial­men­te ve a al­gu­nos de sus her­ma­nos. De a po­co es­ta fa­mi­lia sur­gi­da del

do­lor es­tá sa­lien­do a la luz. En su nue­va ca­sa ar­ma­ron el pi­no de Na­vi­dad y las Fies­tas

las pa­sa­ron en ca­sa de nue­vos ami­gos que han sa­bi­do con­se­guir. Asis­ten a un "tem­plo

cris­tia­no" pe­rió­di­ca­men­te y tie­nen una mas­co­ta, Man­chi­ta, una ga­ta blan­qui­ne­gra.

Los fi­nes de se­ma­na van al Par­que a to­mar ma­te y a ju­gar a la pe­lo­ta. To­da una vi­da que

ja­más cre­yó que iban a vi­vir.

Dia­rio UNO fue a vi­si­tar­la a la ca­sa don­de vi­ve con sus sie­te hi­jos de

3,7,9,11,13,17 y 20 años, gra­cias al apor­te del Mu­ni­ci­pio en el que es­tá ubi­ca­da la

vi­vien­da, a la Pro­vin­cia y va­rios or­ga­nis­mos que le si­guen pres­tan­do asis­ten­cia.

Ade­más de ma­qui­llar­se, ella se hi­zo un cor­te nue­vo en el pe­lo, a ve­ces has­ta se lo

plan­cha y usa ro­pa más ce­ñi­da al cuer­po. Pe­ro lo más im­por­tan­te es que son­ríe. Tam­bién

re­co­bró pe­so, "es que aho­ra to­dos es­ta­mos más tran­qui­los", re­la­ta con ti­mi­dez.

"An­tes no te­nía­mos ni ham­bre. A es­ta ho­ra (cer­ca­na al me­dio­día) siem­pre ha­bía

gri­tos o pe­leas por al­gu­na co­sa", com­ple­ta el ma­yor de los chi­cos, que aho­ra tie­ne 20

años y se no­ta que ha to­ma­do las rien­das pa­ra ayu­dar a su ma­má.

Es el más de­sen­vuel­to y el que apun­ta­ló a la ma­dre pa­ra a sa­lir a la ca­lle. Por ser

el ma­yor es que el peo­res vi­ven­cias juntó. Su es­ca­pe fue la ca­lle; en los úl­ti­mos años

co­mo ya no iba a la es­cue­la in­ten­ta­ba tra­ba­jar pe­ro sin con­ten­ción fa­mi­liar vi­vió al

fi­lo del de­li­to. "Pro­bé la dro­ga y tu­ve ma­las jun­tas". Aho­ra, re­co­bra­do, es el que más

en­te­re­za de­mues­tra pa­ra sa­lir ade­lan­te. Me­nu­di­to pa­re­ce que tu­vie­ra me­nos de 20

años, de tez muy blan­ca y muy con­ver­sa­dor es el pri­me­ro que se aden­tra en el pa­sa­do. "Lo

que más fe­liz me ha­ce es que mi her­ma­ni­tos no van a co­no­cer la vi­da que yo co­no­cí".

El más chi­qui­to de to­dos tam­bién no­tó el cam­bio, con tan sólo tres años has­ta ha­ce

po­co to­da­vía le da­ban un se­dan­te pa­ra que dur­mie­ra.

"Cuan­do se dor­mía se po­nía rí­gi­do, tie­so y se so­bre­sal­ta­ba por to­do". Fue su

ma­ne­ra de exor­ci­zar los mons­truos que ma­mó en la fa­mi­lia del ho­rror. Aho­ra es­tá más

gor­di­to, ha­bla bas­tan­te y ca­mi­na más. Su re­fe­ren­te es su her­ma­no, imi­ta el ges­to del

ma­yor cuan­do se aco­mo­da el jo­po con la ma­no.

Su ma­dre com­ple­ta: "Yo te­nía mie­do por él (en alu­sión al ma­yor de los chi­cos) por­que

que­ría en­fren­tar­se a él (por el Cha­cal)y te­mía que lo las­ti­ma­ra".

De qué vi­ven

El Go­bier­no les de­po­si­ta una ayu­da eco­nó­mi­ca que les per­mi­te co­mer mien­tras que

el Mu­ni­ci­pio les pa­ga el al­qui­ler de la vi­vien­da don­de vi­ven.

To­da la asis­ten­cia psi­co­ló­gi­ca y la ayu­da do­cen­te es apor­ta­da por el Es­ta­do.

Todos van al psicólogo y a la iglesia

La furia mediática que rodeó al caso ya se aquietó desde hace unos meses. La nueva familia

está encontrando el rumbo que tanto le torcieron.

Todavía esta chica no es enteramente "la mamá" y a veces sus hijos la llaman por el nombre de

pila. Antes le decían "mamá" a quien era su abuela y "papá" a quien también era su abuelo. Durante

la conversación con

Diario UNO cuando tenían que nombrar a su padre-abuelo sólo le decían "él".

Esta mujer ahora quiere terminar la secundaria y coser. Y es que lo único que esta chica

podía hacer mientras vivieron en la Cuarta Sección era coser. "No salía sola a ningún lado, él me

vigilaba y me amenazaba".

Ahora sus conocimientos de costura pueden ser su salvación; quiere seguir aprendiendo y tal

vez dar clase a otras mujeres. "Me gustaría terminar la secundaria porque dejé en primer año",

sueña para el futuro.

Por ahora su única ocupación es llevar a los chicos a la terapia psicológica y asistir ella

misma a sus sesiones. Cada uno de los integrantes de la familia asiste a un profesional distinto,

todos aportados por el Programa de Alto Riesgo, que dirige Marta Stagni.

Los chicos terminaron el año escolar con clases domiciliarias, pero este año retomarán las

clases en una nueva escuela.

Aferrados a la iglesia

"Hace tres o cuatro meses no estábamos tan bien, todavía llorábamos y estábamos angustiados,

pero desde que nos acercamos a la iglesia nuestra vida cambió", dice el joven de 20 años. El

primero en ir fue el mayor de los chicos, a pedido de su novia –están juntos desde hace un año y

nueve meses– y luego tentó a su mamá y a sus hermanos. Allí además de fortalecer el espíritu

encontraron nuevas amistades.