Es cierto que la maternidad nos atraviesa como un rayo que parte nuestra vida en dos. Cruzar de ese mundo propio a uno compartido para siempre, puede ser un acto de inconsciencia, una decisión que la sociedad ya tomó por nosotras, o como en mi caso, una elección desde la madurez y la libertad. Eso no significa que sea una experiencia cien por ciento maravillosa. Puede estar llena de incertidumbres, que diez días antes de parir, se convierten en terrores. Así conocí Mi vida con ella, el blog que la maestra y trabajadora social Agostina Di Stefano comenzó a escribir desde que estaba embarazada de su hija Julia (3 años) y que tiene muchísimos seguidores y su lectura se viralizó en las redes sociales. Una joven bonaerense, que relataba -con una pluma envidiablemente sencilla- lo que significaba tener que enseñarle a volar a una niña, cuando una apenas ha aprendido a dar unos aletazos torpes y desincronizados.
De repente, sus posteos cambiaron de dirección: de Buenos Aires a la India, lugar al que se fue a vivir en el 2014, junto con su pareja, Andrés Weisz -de Médicos sin fronteras- y la niña de ambos. Allí encaró la misma tarea que ya venía haciendo en el Gran Buenos Aires, donde trabajaba como maestra en escuelas pobres: ayudar, hacer sentir mejor a los chicos marginados por su condición social y económica y en el caso de la India, también por motivos religiosos. En ese país lleva adelante - junto con otras mujeres extranjeras- un proyecto para asistir a una comunidad de "dalits" (ver aparte) en la que viven 300 personas, entre ellos 55 niños de entre 3 y 14 años. El trabajo que se hace con estos chicos es integral, con asistencia social, alimentaria, médica, educativa y sanitaria.
Como militante de la sana imperfección materna, le agradecí la empatía que sentí al leerla. Me di cuenta de que no sólo yo percibía que parir era, además de un incomparable acto de felicidad, un salto al vacío, sin red ni paracaídas. Como lectora, me atraparon sus historias, los lugares, las costumbres y la sordidez con la que describía el dolor de la gente. Pero como cronista, sentí -y siento- la necesidad de que el proyecto Motia Khan sea conocido y que quien pueda hacerlo, se sume a su construcción.
-¿Cómo fue que te vinculaste con el trabajo social?
-No es que decidí hacer trabajo social porque me sale bien o porque la docencia me llevó a esto. Lo que me pasa es que no sé vivir de otra forma. Dedicar mi tiempo y mis conocimientos para ayudar a los que menos tienen es una necesidad, una pulsión, una manera de mantener el equilibrio, de acercarme al bienestar. No tiene que ver sólo con mi trabajo. En mi casa, en la calle, siempre me involucro, trato de tender una mano a quien pueda. En algunas oportunidades esto me trae problemas, porque estoy con mi familia o amigos y veo algo que me parece injusto y me olvido de lo demás. Muchas veces me dicen que soy buena o generosa, no lo veo desde ese lado, necesito hacerlo, me satisface a mí por sobre todas las cosas.
-¿Por eso te dedicaste a la docencia?
-Me decidí por la docencia porque en mi infancia la situación económica de mi familia hizo que viajáramos mucho entre Montevideo y Buenos Aires. Entonces cambiaba de escuela constantemente. Me costaba mucho adaptarme y tanto mis compañeros como mis maestras me hacían sentir que no pertenecía al país. En segundo grado, en Montevideo, cursé en cinco colegios distintos. En ninguno me hallaba, extrañaba Buenos Aires, mi casa, mis cosas. En setiembre iba por el quinto colegio y me tocó una maestra muy dulce que me contuvo y me ayudó con la adaptación. Tres meses la vi, pero nunca la pude olvidar. Esa mujer me cambio la vida en esos pocos meses. Yo quería hacer lo mismo. Quería trabajar en escuelas de barrios pobres con niños extranjeros. Y por suerte pude hacerlo durante siete años. Cada vez que recibía algún alumno nuevo, recién llegado de Bolivia o Perú, me dedicaba especialmente a hacerlo sentir en casa. Hasta aprendí frases en quechua y aymará, estudié la historia de sus países. Me esforzaba por evitar la discriminación y ser lo más cálida posible. Creo que también era una manera de sanar mis heridas de la infancia.
-Entonces empezaste a contar lo que veías, lo que vivías...
-Cuando arranqué mi trabajo docente en escuelas de Villa Fiorito volvía a casa llorando todos los días. Veía tantas injusticias, tantos casos difíciles, que sólo me calmaba hablándolo. Mi novio de esa época, que estaba harto de tanto llanto y drama, me abrió un blog para que me desahogara escribiendo. Así fue como empecé a relatar las historias que vivía en la escuela y conocí a tanta gente que me ayudó a mí y a mis alumnos.
-¿Escribir fue útil, te ayudó a cambiar las cosas?
-Para dar un ejemplo, durante mi último año en la escuela, me di cuenta de que uno de mis alumnos de cuarto grado tenia miopía. Su mamá no se había percatado, los médicos tampoco. Un lector del blog me dijo que quería hacerse cargo de los gastos del oftalmólogo y los anteojos. No puedo describir la cara de ese chico cuando se probó los lentes por primera vez. En mi última visita a Buenos Aires fui a la escuela y lo vi con sus anteojos de marco celeste. Todavía los tiene, los cuida. Historias como estas tengo mil, sin el blog no podría haber hecho ni una cuarta parte de todas las cosas que hice.
-¿En qué te cambió la maternidad?
-La maternidad no estaba en mis planes. Cuando me enteré de que estaba embarazada me angustié tanto que salí a caminar y me metí en una pizzería a tomar agua porque sentía que no podía respirar. El mozo me preguntó qué me pasaba y yo, llorando, le respondí que estaba embarazada y era muy joven para tener un hijo. Me preguntó mi edad y cuando le contesté que tenía 29 me dijo: "Yo tengo 27 y dos pibes. Vas a ver que es lo mas lindo del mundo, te cambia la vida para bien".
-Ibas totalmente en contra de los clichés de lo que significa un embarazo
-Tuve un embarazo difícil porque entre que me costó aceptar la idea de convertirme en madre, cuando estaba de cinco meses murió mi abuela y una semana después mi papá. Tuve un embarazo lleno de miedos, pensaba que todo iba a ser un infierno. Tanto es así que no me imagino embarazada de nuevo. Cuando parí todo cambió. Ver a mi hija me trajo la calma que me había faltado tantos meses. Desde el día uno todo fue positivo y alegre.
-Contá sobre Mi vida con ella...
-Mi vida con ella nació de mi necesidad de compartir mis experiencias con otras madres. Nunca fui de idealizar la maternidad, si bien estaba viviendo algo súper fuerte y me moría de amor por mi hija, no me daba miedo contar lo complicado que había sido el camino ni lo cansada que estaba, las frustraciones o los problemas que encontraba al rearmarme como mujer, en mi trabajo o con mi pareja. En mi blog contaba tanto cosas cursis de madre embelesada como los bajones o las anécdotas graciosas que me ocurrían.
-¿Cómo llegaste a India?
-Mi novio trabaja para Médicos sin Fronteras y desde que empezamos a salir me pedía que lo acompañara en sus misiones, pero yo me negaba por mi trabajo y porque no sentía que no quería vivir en ningún otro lado que en Buenos Aires. Cuando Julia cumplió un año decidimos que era importante para los tres intentar la experiencia que tanto me había pedido.
-¿El lugar lo decidieron entre los dos?
-Así fueron surgiendo lugares donde podíamos vivir, pero cuando apareció la India no lo dudé un segundo. India siempre me había parecido un país fascinante y si bien me asustaba un cambio tan drástico, era lo que había soñado desde chica: trabajar con comunidades de intocables en India.
-¿Qué fue lo más difícil de este cambio?
-La adaptación no fue fácil. El choque cultural es fuerte, sobre todo en una ciudad como Nueva Delhi, que es tan hostil. Salir a la calle me costaba por el calor agobiante, la barrera del idioma (además del hindi el inglés indio no es fácil de entender) y por sobre todas las cosas la cantidad de pobreza que se ve en las calles. Es muy duro manejar las emociones cuando te cruzás con la realidad de India. Te golpea y muy fuerte.
-¿De qué forma?
-Salía a pasear con Julia y veía bebés mutilados, hombres y mujeres trabajando en condiciones inhumanas, niños con lepra, polio. Me quería morir. El mundo era eso, puro sufrimiento. Por suerte cada expatriado que conocía me contaba que les había costado muchos meses adaptarse a la ciudad. Y así fue en mi caso, tardé un poco mas de un año en sentirme cómoda del todo.
-¿Allí te decidiste a volver al trabajo social?
-Desde que llegué tuve claro que no me quería quedar en casa, entonces empecé a buscar proyectos donde participar y probé varios lugares hasta que un día llegué al refugio donde hoy trabajo. Motia Khan es un edificio de tres plantas donde viven una veintena de familias de intocables.
-¿Qué significa ser "intocables"?
-Los dalits o intocables son todos aquellos que no tienen casta según el hinduismo. Por eso son marginados, porque al no haber nacido del dios Brahmá, son impuros, contaminan.
-¿Cómo se los margina?
-Tradicionalmente los dalits no tenían derecho a ir a la escuela o atenderse en hospitales y se dedicaban a hacer los trabajos que para el hinduismo son impuros como limpiar letrinas o juntar basura y animales muertos. Si bien se abolió el sistema de castas hace más de sesenta años, sigue vigente hoy en día. Los habitantes de Motia Khan nunca habían asistido a una escuela y viven de mendigar o de trabajar en condiciones de esclavitud.
-¿El proyecto ya existía cuando decidiste formar parte?
-Me sumé a un grupo de francesas que visitaban el refugio tres veces por semana y llevaban alimentos, abrigo y se encargaban de cuidar la salud de los niños y las mujeres. Me enamoré del proyecto y empecé a ir a diario. Una mañana llevé lápices y cuadernos para colorear y vi cómo niños y adultos se desesperaban por pintar. Ahí se me ocurrió que necesitábamos abrir una escuela dentro del refugio. Y así fue como junto con las francesas y una ONG india -Samarpan- fuimos uniendo fuerzas hasta que logramos los cambios que vemos hoy.
-¿Qué imágenes te resultan imborrables?
-Una imagen que tengo grabada en la memoria es de mi primer día en Motia Khan. Vi a una niña, Chenna, que no podía mantenerse en pie de lo débil que estaba. Intenté pararla y se caía. Tenia la panza inflada por los parásitos. Fui corriendo a la farmacia a comprar un antiparasitario y volví al refugio. Chenna lloraba y yo la calmé en mis brazos. Tomó el remedio y me agarró fuerte de la mano. Recuerdo que me sorprendió la fuerza con la que me apretó la mano. Ahí, gracias a ella, fue que dije "acá me quedo".
-¿Con qué situaciones te has encontrado en tu trabajo?
-En este año y algo más que llevo en Motia Khan he vivido situaciones increíbles. He llorado junto con las mujeres, me he reído con los niños, he dejado el alma en los hospitales públicos. Es un placer enorme ver cómo niños que nunca habían sostenido un lápiz hoy escriben y leen. Que mujeres oprimidas hoy reclaman sus derechos. Ver a los niños mas sanos, sin pasar frío, contentos y contenidos. Nuestra idea es agrandar nuestra escuela para que más chicos puedan asistir. Además queremos dar clases de costura para las madres, para que puedan ganar su sustento dignamente y aumentar la confianza en sí mismas.