La desaparición de su auto estacionado en la puerta de su casa fue como una pesadilla interminable, casi de película. Gente de la zona lo guió hasta un sitio donde los delincuentes desguazaban el rodado de ruedas y piezas claves. Para ponerlo en marcha

El pintor que se sintió desprotegido como miles de mendocinos

Por UNO
@jlverderico

La primera vez que miró por la ventana estaba todo bien. Cinco minutos después se llevó una de las peores sorpresas de su vida: el auto había desaparecido de la puerta de su casa.

Maldijo en voz alta y también para sus adentros. No podía ser cierto: había vuelto a la hora del almuerzo para comer un sánguche, había mirado por la ventana y, sin embargo, le habían robado no sólo la trajinada Renault Break ochentosa que había comprado con tanto esfuerzo, sino dos escaleras, los pinceles, varios tarros y una máquina compresora que cada día utiliza para ejercer su oficio de pintor.

Le cortaron las piernas, podría decirse en lenguaje maradoniano. Lo dejaron sin poder ganarse esa platita que sumaba a la escuálida jubilación mínima que cobra cada mes. Le habían cortado los brazos para trabajar, digamos.

Esta historia es real y la víctima, habitante del oeste godoicruceño, me la contó por partes. A continuación, la segunda, la de la búsqueda desesperada del rodado, en aquella zona que tanto le quita el sueño al gobernador Paco Pérez: El Pozo.

Ya convencido de que él mismo debía salir a recuperar la Renault Break, empezó a preguntar a la gente que va y viene y vive y trabaja y hace cosas non sanctas: desde el primero hasta el último lo guiaron hasta el mismo lugar: las profundidades de El Pozo, porque hacia allá habían visto ir al vehículo.

La ubicación en un sitio estratégico le permitió ver, a lo lejos, varios esqueletos viejos, rotos y quemados de lo que alguna vez fueron autos y camionetas. Un humo que llegaba desde las cercanías lo distrajo un poco hasta que tuvo una visión reveladora: su Renault Break ochentosa estaba allá abajo y era materia de desarme, despiece y desguace a manos de cuatro personas.

Habían pasado más o menos 20 minutos desde la desaparición del rodado, que en ese interín ya había sido despojado de las cuatro ruedas y la parrilla donde estaban cargadas y atadas las escaleras, a esa altura también desaparecidas.

Más por impulso que por raciocinio, la víctima les pegó un grito, acaso una puteada, y corrió hacia abajo, hacia su vehículo, hacia esa pandilla, hacia el peligro.

“Lo hice de loco nomás, porque me podrían haber matado o golpeado, pero salieron disparando”, me contó el pintor sin vehículo ni escaleras ni pinceles.

El capot estaba levantado y faltaban la batería, el carburador y las bujías. De adentro, faltaban dos asientos y el estéreo. Al volante no habían alcanzado a sacarlo.

“Y ahí estaba mi auto –me dijo rascándose la cabeza casi calva, antes de ponerse la gorrita con visera que se había sacado varias veces mientras relataba esta historia– desarmado y desguazado”.

Con ayuda de dos vecinos lo engancharon con sogas y lo llevaron tirando con un Jeep hasta la puerta de la casa, de donde había sido rapiñado un rato antes.

Más tranquilo empezó a hacer una lista de todas las partes que debía reponer para volver a ponerlo en marcha, para volver a trabajar, para seguir ganándose el pan dándole a la brocha desde temprano.

Las cubiertas le costaban un montón de plata, igual que la batería, el segundo corazón de cada vehículo. “Dos mil pesos, mínimo”, le dijo uno de esos vecinos que lo ayudó a remolcar el auto y que se daba maña para hacer trabajos de mecánica y electricidad.

Volver a empezarAl pintor volví a verlo la semana pasada. Todavía está pagando las cuotas de las autopartes necesarias para poner en condiciones la ochentosa Renault Break. La tarjeta de crédito no era suya, se la había prestado un cliente al que cada mes debe pagarle religiosamente su parte.

Ahora trabaja con dos escaleras, prestadas por un ex socio y que tienen casi tres metros de altura. Sin una herramienta así, es imposible trabajar y “hoy en día la cosa no está como para perder ningún laburo”, me dijo mientras guardaba prolijamente una cartilla de colores de pintura al agua.

Nunca recuperó nada de lo que le robaron.

Nunca fue detenido ninguno de los delincuentes que le saquearon el auto y le obligaron a endeudarse en algo que jamás hubiera pensado.

Nunca le dieron explicación oficial alguna ni lo ayudaron de ninguna forma.

Se sintió solo y desprotegido. Como miles de mendocinos. Y con pronostico pésimo en el horizonte.