Las historias de amor y desengaño son muy frecuentes. Demasiado. Pero pocas tienen los condimentos de esta que ocurrió en Santa Rosa hace más de 30 años.

“Matemos al ‘Gallego’ y vivamos juntos para siempre”

Por UNO

Es difícil que alguien recuerde con seguridad sus nombres y el tiempo en que sucedió. Han pasado al menos 30 años y la historia, sin dudas cierta pues quedó registrada en un polvoriento expediente judicial, es relatada casi como una leyenda por los lugareños y por aquellos que la contaron como noticia en los diarios de esos años.

El amor es irracional… casi siempre. Uno se enamora porque sí, de la forma menos imaginada y de quien se cruce en el lugar menos esperado. Así funciona… casi siempre. El enamorado no saca cuentas; no analiza conveniencias; no busca rédito; no esquiva el riesgo. Tampoco imagina que quien aparenta corresponderle pueda estar haciendo lo contrario. El enamorado es crédulo, está indefenso, vulnerable.

La mente del Gallego estaba licuada por ese estado. Tenía un poco más de 60 en esa época. Había llegado hacía un tiempo a Santa Rosa con un buen capital y con parte de él compró una linda finca, grande y productiva.

Nadie recuerda muy bien si era soltero, viudo, separado o prófugo de alguna española que había quedado en Europa. En cambio los que cuentan la historia aseguran que el Gallego, a poco de instalarse, comenzó a buscar alguna compañía femenina. Y por porfía, por galán o por su billetera se enroscó con una muchacha 35 años menor que él.

Hubo un noviazgo breve y un casamiento urgente, entre las habladurías de la población. Y después vino un par de meses idílicos para el veterano, que caminaba sonriente y satisfecho por las calles del pueblo cercano.

Pero la felicidad no duró mucho. Al poco tiempo su joven esposa comenzó a evitar los encuentros íntimos. Algunos malpensados dicen que la muchacha ya tenía todo planeado antes de casarse. Otros, mejor intencionados o más crédulos, aseguran que todo fue una burla del destino.

Parece ser que la chica, mientras esquivaba a su marido, encontró quien aplacara sus necesidades juveniles. Un obrero de la finca, hombre de confianza de su esposo, fornido y veinteañero, se mostró dispuesto a atender a la mujer de su patrón en todo lo que ella quisiera.

Pero la mujer debía encontrar una excusa convincente para evitar a su marido y desahogarse con su amante. Entonces decidió aprovecharse de las creencias supersticiosas del Gallego. “Me hicieron un mal por envidia y se me fue el deseo. Voy a buscar a una bruja que me diga qué es lo que hay que hacer”, le dijo una noche, después de rechazarlo en la cama por enésima vez.

Al día siguiente la infiel llegó con la solución: “Tenés que agarrar un huevo de gallina, irte a la medianoche al medio de la finca y enterrarlo. Después tenés que sentarte sobre el lugar donde está el huevo y quedarte ahí dos horas. Dice la bruja que si cacareás es más efectivo. Hay que hacer esto durante dos semanas”.

El Gallego rezongó un poco, pero finalmente comenzó a cumplir con la curiosa rutina. ¡Las cosas que había que hacer para tener feliz a la patrona… y poder disfrutar de la vida en pareja!Lo que no sabía el hombre es que mientras él cacareaba en medio de las viñas su ingrata mujer y el capataz traidor aprovechaban las dos horas que duraba el ritual para ablandar la cama matrimonial.

Cada vez que el engañado volvía a su casa encontraba a su esposa dormida y a la mañana siguiente le preguntaba, ansioso: “¿Te sientes mejor?”. Ella contestaba que “un poco”, pero “todavía no es suficiente” y le aconsejaba que debía seguir con la ceremonia para romper el hechizo.

Entre tanto, y mientras se consumían las dos semanas de ceremonia, a los amantes se les comenzó a mezclar la pasión y la ambición. ¿Porqué no pensar en una vida juntos y sin problemas económicos? El Gallego ya estaba grande, no tenía parientes ni familiares y nadie iba a extrañar su ausencia si desaparecía abruptamente. Fue entonces cuando decidieron asesinarlo.

La última noche de la ceremonia del huevo la mujer le dijo a su esposo: “La bruja dice que mañana, como última cosa para romper el embrujo, tenés que hacer lo mismo pero esta vez junto a las vías del tren, para que el mal se vaya por las vías definitivamente”. El hombre se quejó, intentó convencer a su esposa de lo innecesario de esa última ceremonia, pero finalmente aceptó cumplirla. No fuera cosa que después de tanto esfuerzo todo se echara a perder por no ir hasta las vías y repetir el entierro del huevo y la empolladura de dos horas. Además eran las últimas dos horas. Después deberían venir cientos de noches de amor.

La medianoche siguiente, cuando el Gallego partió con su huevo rumbo a los rieles, los infieles lo siguieron a una distancia conveniente para no ser descubiertos. El capataz iba con un hierro en la mano.

Apenas el Gallego enterró el huevo y se sentó sobre él el traidor se acercó de atrás y le pegó un golpe seco en la nuca, después otro y otro más. La víctima cayó hacia un costado. El agresor le dio otros dos fierrazos, por las dudas.

Después, ya con el marido tieso entre los durmientes, se acercó su mujer, quien ya se creía viuda. El futuro despreocupado que los esperaba ahora y la adrenalina por el crimen consumado excitó a los amantes, que a diez metros del cuerpo del engañado y entre los pastizales se dedicaron a desahogarse.

Pero el Gallego era duro de cráneo. Pese a que la sangre le chorreaba por las heridas y manchaba las piedras partidas de las vías, el hombre no había muerto. Apenas se había desvanecido y recobró el conocimiento a tiempo para escuchar los quejidos apasionados de su amada mujer. Se quedó quieto, tratando de que lo creyeran muerto y esperó a que los ingratos se fueran. Después se levantó y herido como estaba fue caminando hasta el destacamento policial.

Que los amantes planearan no encontrase en la cama por unos días, que acordaran tratarse de “usted” como si fueran patrona y empleado, que no dejaran huellas en el lugar del crimen, que el asesino hubiera tenido la precaución de usar guantes para agarrar el hierro homicida no les sirvió para nada. El Gallego los había descubierto y los identificó ante la policía. También se tragó el orgullo y contó cómo lo habían engañado. Habló sobre el huevo y hasta repitió los cacareos. Unas horas después los amantes fueron detenidos, mientras un desbastado marido se recuperaba en el hospital.

La causa fue juzgada tiempo después en la Cámara del Crimen de San Martín y los cómplices fueron condenados a 10 años de prisión por el delito de homicidio en grado de tentativa.

Dicen que el Gallego vendió todo y se fue de Santa Rosa. Nadie supo más de él.