Desde 1729 se documenta en Buenos Aires a "changadores", antecesores directos de los gauchos, que eran peones libres sin licencia. A finales del siglo XVIII, los gauchos eran vistos como peones, jinetes y cuatreros, viviendo en chozas precarias, perseguidos por no estar al servicio de algún hacendado. Así, las autoridades forzaban su integración a estancias o los destinaban a nuevos asentamientos indígenas, según las leyes coloniales.
La figura del gaucho argentino
La idealización del gaucho como símbolo de bravura y patriotismo comenzó con las Invasiones Inglesas (1806-1807), cuando estos hombres demostraron su valor frente a tropas británicas. Posteriormente, en las guerras de independencia, fueron fundamentales en los ejércitos del Norte bajo líderes como Güemes, Belgrano y San Martín, quienes reconocieron su importancia como defensores naturales de la patria.
Sin embargo, a pesar de su heroísmo, la situación social del gaucho no mejoró. Durante el período posterior a la independencia, las leyes siguieron criminalizándolos. Se los reclutaba por la fuerza para las guerras civiles, se les confiscaban tierras y se los condenaba como "vagos" si no se subordinaban a algún patrón. Gobiernos como el de Rivadavia y, más tarde, el de Rosas, consolidaron un orden que mantenía al gaucho marginado, aunque Rosas intentó integrarlos mediante las milicias rurales.
Tras la caída de Rosas en 1852 y hasta 1880, el Estado argentino perfeccionó la represión contra el gaucho. En conflictos como la batalla de San Gregorio, los gauchos eran reclutados forzosamente, y quienes sobrevivían terminaban sin trabajo ni reconocimiento. Esta época marcó el ocaso del gaucho como figura libre, transformándolo en un símbolo nostálgico de una Argentina que modernizaba sus campos, cerraba sus tierras y desplazaba a quienes una vez fueron sus principales defensores.