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El colegio San Luis Gonzaga planteó el debate del uso del celular en las aulas en Mendoza. Los dispositivos se quedan fuera para estimular el desarrollo personal y social.
La escuela, al igual que la familia, tiene la misión de acompañar los procesos de desarrollo personal y social. En ese proceso tenemos que decir que “sí” y que “no” para posibilitar un desarrollo saludable. De lo contrario habrá caos, angustia, ansiedad y sufrimiento innecesarios.
Las pantallas con su luz incesante y sus píxeles seductores son una ventana que promete presencia absoluta, estímulo constante, gratificación inmediata y posibilidades asombrosas. Son el imperio del “sí” permanente. Pero no seamos ingenuos. Es un “sí” diseñado y desarrollado por un ejército multimillonario de tecnócratas que se proponen (y lo logran) capturar nuestra mirada, hackear nuestra atención y robarnos el tiempo, la calma y los datos.
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Horas y horas frente a la pantalla, en la casa y en otros espacios. El columnista plantea espacios libres de celulares para cuidar la salud de niños y adolescentes.
Lo que ayer eran presunciones y temores hoy son constataciones innegables. El uso excesivo y descuidado de pantallas nos ha hecho daño y ha lesionado (en muchos casos gravemente) la salud de nuestros niños, niñas y adolescentes. No ha mejorado el aprendizaje en las escuelas como esperábamos y en cambio ha colonizado el rol propio de padres, madres y docentes. ¿De verdad no nos preocupa que sean otros –movidos por intereses comerciales- los que enseñen, aconsejen y persuadan las creencias y actitudes de nuestros niños y jóvenes?
Nos toca educar a chicos y chicas que en muchos casos duermen 6 horas y pasan 10 o 12 delante de la pantalla. Nos toca enseñar a pensar, a comprender en profundidad lo que se lee, a resolver con creatividad un problema. ¿Cómo hacerlo cuando los algoritmos y las notificaciones compiten segundo a segundo por su atención?
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Julio Navarro opinó que los adultos, tanto padres como docentes, deben asumir un rol de cuidado respecto del abuso del celular en la vida de los alumnos.
Foto: Gentileza DGE
Cuando decimos que no a las pantallas en la escuela en realidad estamos diciendo un enorme sí. Sí a mirarnos a los ojos, sí a reconocernos, a dialogar, a hacer silencio, a aburrirnos, a divertirnos, a alojarnos mutuamente, a jugar, a crear, a creer, a pensar, a esperar. Decimos que sí a la cultura del encuentro, que no pasará de moda porque toca la entraña más sensible de lo que realmente nos plenifica.
Y cuando sea necesario y conveniente, diremos sí a sacar las pantallas y ponerlas arriba de los bancos, para usarlas como herramienta de aprendizaje, para resolver un desafío, para utilizar alguno de los múltiples y valiosos recursos que nos ofrecen y nos ayudan a aprender mejor. Las usamos, y luego las guardamos, porque sabemos que el esfuerzo que supone aprender no podrá sostenerse frente a la seducción de una notificación que invade y llama. Por eso nos atamos al mástil de la regulación institucional, para que el canto de la sirena digital no haga naufragar la educación, y podamos juntos llegar a Ítaca.