Análisis y opinión

Bienvenida sea la grieta: si no la soportás, mejor no te reúnas con nadie

Creo que la grieta tiene mala prensa, porque si tan peleados estamos por como pensamos, quizás sea el momento de dejar de juntarnos

En Argentina es imposible tomar un mate o comer un asado sin terminar discutiendo. Por salud mental (y para evitar indigestiones), a veces es mejor quedarse en casa.

La grieta no es una novedad, es un deporte nacional

Hace tiempo que dejé de tener problemas en las reuniones familiares. Más que nada porque casi no voy.

La solución práctica para el eterno problema de juntarse con gente que piensa abismalmente distinto y pretender entenderse, sin hablar de religión, canasta básica, inflación, los precios del supermercado y ahora Cristina Kirchner presa, es una sola: mejor no juntarse.

Y no hablo solo de política, hablo de todo. Cualquier excusa es buena para tirarse con una indirecta, una ironía, o una sentencia moral que haga que se te enfríe la costilla en el plato.

Esta semana la grieta volvió a su máximo esplendor con la detención de Cristina Kirchner. Algunos ya la canonizaron; otros, la consideran reina de la corrupción finalmente atrapada y hasta abren botellas de champagne para celebrar y siguen repitiendo cosas que escucharon y ni saben si son o no son reales. Después estamos los y las que no nos tatuamos a Cristina en un brazo, pero olemos a que este entuerto tiene un fuerte tufillo preelectoral, a justicia funcional y a política sucia. Y tratamos de dejarlo en claro en todas partes –por lo menos en todas partes donde nos dejan hablar-

Pero no nos engañemos: esto no es nuevo. Argentina es experta en dividirse en bandos. Lo fuimos con Unitarios y Federales, con Maradona y Messi, con River y Boca. Acá no se discute: se milita. Somos fanáticos, religiosos, viscerales. Amamos u odiamos. La razón se la dejamos a los suizos.

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Para qué tentar a la suerte, si van a estar incómodos, quédense en la casa viendo tele

Para qué tentar a la suerte, si van a estar incómodos, quédense en la casa viendo tele

Las peleas que sí di (y las que ya no)

Confieso: en otras épocas me encantaba dar batalla. Sobre todo en la época del matrimonio igualitario. Mientras yo marchaba por la igualdad de derechos, mi mamá y parte de mi familia desfilaban por la otra vereda, con pancartas de “Queremos mamá y papá”. Nos cruzábamos en la calle como hinchadas rivales, aunque después volviéramos a vernos en la mesa del domingo para pelearnos de nuevo.

Eran años en los que todavía me interesaba convencer, dar la discusión, explicar. Y también enojarme, indignarme, sufrir por la incomprensión ajena. Ahora elijo las peleas. Y son cada vez menos. Pero cuando las doy, son de las que no me voy a mover.

Porque entendí que la famosa grieta sirve, aunque duela. Sirve para saber de qué lado estás, para no confundirte, para no andar vendiendo paz y amor cuando lo que querés es silencio, o espacio, o simplemente que no te vomiten ideología arriba del mate.

Honestidad brutal: mejor no se reúnan

Por todo esto, mi consejo es simple: no se reúnan con quienes la van a pasar mal. Ni por obligación, ni por las fiestas, ni porque “la familia es lo primero”. Yo creo que lo primero es la salud mental, antes que los encuentros obligatorios.

Está bien no juntarse. Está bien no soportar. Está bien tomar mate solo mientras escampa la tormenta nacional. Si después se puede hablar, genial. Si no, mejor evitar la úlcera.

Porque en este país el péndulo siempre se mueve: de un lado al otro, de arriba a abajo. Pero cuando se detiene, siempre quedamos en el mismo punto: el cero, sin nada que festejar.

Así que mientras tanto, yo prefiero quedarme en casa. Total, las peleas me las conozco de memoria y hasta el momento y desde que el mundo es mundo –y la Argentina es la Argentina- nadie nunca convenció a nadie en esos entuertos, mezcla de amor fraterno forzado y mentira 100% impostada.

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¿Quién no ha terminado así después de una reunión social inconveniente?

¿Quién no ha terminado así después de una reunión social inconveniente?

Yo no tengo más mesas familiares largas, en donde cada uno estaba en la suya pero fingíamos tener una conexión aceptable. Pues no era tal. Se notaba en el ambiente, que muchas veces quedaba listo para ser cortado con tijera.

Sí tengo reuniones esporádicas con cada vez menos personas de mi familia con las que sí me siento identificada.

Sí tengo preciosos grupos de amigas a las que amo, y a las que extraño cuando no veo. Y no todas pensamos lo mismo, pero en esos vínculos reales, el amor siempre pesa más y no es una frase de Pinterest.

Hay batallas que no doy porque, principalmente, el tema no es “Cristina sí, o Cristina no”, “Milei sí o no”, sino formas distintas de ver el mundo, de valorar la vida y de pararse frente a las realidades adversas y no solo las nuestras, sino de quienes la pasan peor que nosotros.

A mi difícilmente me cambien de bando. Yo atesoro el poder de haber cumplido 50 años y no querer estar con quien me quiere convencer de que estoy del lado de la grieta equivocada.

Tampoco me interesa hacer catecismo militante, vayan y piensen como quieran, pero por favor, no me inviten.

Las costillas frías no las paso más: hace rato que almuerzo los domingos con los gatos, Netflix y un plato de polenta con salsa y queso que me queda genial y no me produce indigestión ni la sensación de que tendría que haber sido más enfática, más visceral para defender mis ideas y por lo menos, revoleado un sifón.

Mejor el chorro de soda lo uso para preparme un sodeado y no para pasar la indigestión de una reunión que nunca debió haber sucedido.

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