El 3 de diciembre pasado, en este mismo espacio escribí una columna cuyo título rezaba: El drama de no saber a dónde acudir si sos mujer y un hombre te maltrata.
La reflexión –palabras más, palabras menos– apuntaba a la necesidad de que el Estado dispusiera de una vez y para siempre de una metodología a seguir frente a los casos de violencia contra la mujer, sea física o psicológica.
Allí postulaba la idea de fijar una dependencia única, un organismo con personal y presupuesto adecuados, y con una buena y constante campaña de promoción para que las mujeres lo incorporemos a nuestro inconsciente con la misma naturalidad que nos nace llamar al 911 frente ante un hecho de inseguridad.
El objetivo, claro, es que las féminas no tengan que deambular de oficina en oficina, preguntando aquí o allá antes de conseguir ayuda.
Es que para asistir este tipo de casos existen desde dependencias comunales y provinciales hasta nacionales o que dependen del Poder Judicial.
En ese momento, los titulares de los medios de comunicación tenían entre su lista al doble femicidio ocurrido en una localidad bonaerense, donde un hombre había asesinado a su ex pareja y a una hija de ella.
Tres meses después, pero mucho más cerca, en Rodeo del Medio, Maipú, un padre violó y golpeó hasta desamayarla a su hija de 31 años y abusó de su nieta de 5 años.
Ahora ambas están internadas, pero previamente la señora debió padecer un periplo que incluyó la inacción o la acción tardía de varias áreas del Estado, por lo que pasó una noche en la Oficina Fiscal Nº16 en las primeras horas en estado de shock. Luego, hacia la madrugada sufrió un ataque de epilepsia que la dejó enchastrada en su propio vómito, pis y caca.
Aun frente a este cuadro, la ambulancia del Servicio de Emergencias Coordinado (SEC) se negó a llegar hasta el lugar y el personal de Asistencia a las Víctimas, dependiente del Ministerio de Seguridad, no la trasladó al hospital en su vehículo porque no están autorizados a proceder de ese modo. Estuvieron presentes en la noche y cuando retornaron en la mañana, la situación había empeorado.
Tampoco el fiscal o el ayudante fiscal a cargo revirtieron la situación, a pesar de tener la potestad de hacer venir al conductor de la emergencia con el mandato de la fuerza pública si era necesario.
Acá es donde vuelvo a preguntar si no sería conveniente que el Estado se esforzara por unificar la actuación en este tipo de circunstancias.
Clarificar los protocolos que ya existen. Entronar a un jefe máximo, final, ese que da las órdenes y toma las decisiones, sea obligar a que se presente el psicólogo, médico, o que haga levantar de su cama a quien sea que haga falta.
“Coincido. Pero para eso hace falta cambiar la legislación”, me responde el subsecretario de Relaciones con la Comunidad, Alejandro Gil. Y admite que al intervenir empleados y profesionales que dependen de diversos poderes del Estado se desdibujan las responsabilidades y cuesta avanzar con celeridad.
Queda, de todas formas, la gran duda sobre la actitud humana con relación a la víctima. ¿Dejaría usted a una mujer desvalida, humillada, dolorida y en crisis, esperando que otro se haga cargo?
Otra pregunta sin respuesta para un debate que merecería arrancar.