Hay muchas como ella. En cada pueblo, en cada barrio, hasta en cada familia. Son las que mantienen el equilibrio de la vida, las que le dan sentido.

 

Chau a la mamá consejera

Por UNO

“(…) Entonces llevás esta idea de acá hasta acá”, decía, mientras pasaba el dedo índice desde la sien izquierda hacia la sien derecha. Esa era su explicación gráfica, simple y concreta de un método de concentración y equilibrio. Tenía 78 años y se llamaba María Ester Saracena, la Chona. Tenía una sabiduría que no había adquirido en academias, en facultades, en centros de meditación ni en retiros espirituales. La había formado ella, autodidacta, por años, por padeceres y por arrugas. Uno llevaba esa idea de un lado al otro de la cabeza y ya estaba. A otra cosa. Si algo faltaba, sería voluntad, pero no concentración.

Había nacido en Las Catitas, hermana de una decena de hermanos. Guardaba el recuerdo de una madre fuerte y la silueta difusa de un padre, después remplazado por un padrastro generoso, cariñoso con los hijos de su nueva mujer y atento a las necesidades de todos ellos, incluso hasta ya cuando fueron adultos. “Ese fue mi verdadero padre”, decía la Chona, cuando se sentaba de noche al borde de la chimenea a hablar y recordar.

“De chica nadie daba dos pesos por mí. Era flaquita, chiquita, debilucha, parecía que me iba a quebrar”. Uno de los recuerdos más antiguos que conservaba de esos primeros años era un hecho traumático que, cada vez que lo volvía a rememorar, la dejaba temblando angustiada y riéndose nerviosa.

“Estábamos jugando con mis hermanos, no me acuerdo a qué… Como casi siempre, nuestros padres no estaban y los hermanos más grandes cuidaban a los más chicos. Entonces, mientras yo perseguía a alguno, me caí a una acequia y nadie se dio cuenta”.

La Chona quedó boca abajo. “No había mucha agua, pero sí la suficiente para que yo no pudiera respirar. No me podía mover. Los brazos me habían quedado apretados junto al cuerpo y no me podía levantar. Alcanzaba a escuchar las voces de mis hermanos que andaban alrededor, pero no me veían. Yo quería gritarles que estaba ahí, que me ayudaran a salir, pero no podía”. Paso un instante que a la Chona le pareció una eternidad. Finalmente, los hermanos mayores la encontraron y la rescataron. “Yo estaba fría, helada y como paralizada. Como si estuviera desmayada, pero escuchaba todo lo que decían a mí alrededor. Creían que estaba muerta. Hasta que en un momento tosí y volví a respirar”.

El episodio ocurrió hace más de 70 años, cuando la Chona tenía 5 o 6, pero ella queda temblando como si lo hubiera vuelto a vivir ahora, al recordarlo. “Yo creo que por un instante estuve muerta” dice.

Toda la infancia de la Chona y parte de su primera adolescencia fue muy sufrida, de carencias y esfuerzo. Hasta que un buen día el Chulo, un muchacho 10 años mayor que ella, pintón y con facilidad de palabra, le comenzó a arrastrar el ala.

La Chona sabía cómo sería su vida de allí en adelante, pero cayó en el embrujo del galán. Su padrastro, ese hombre a quien ella le entregó el título de padre por honor, fue el que le levantó la casa en donde la nueva familia viviría en Palmira.

Tuvo dos hijos y lloró en silencio muchas noches, mientras su marido visitaba mesas de juego y camas ajenas. Pero pese a ese sufrimiento fue ella quien cuidó al Chulo en su lecho de muerte, afectado por una grave afección respiratoria generada por su furibunda adicción al tabaco.

Para ese mismo tiempo fue la Chona, solita y mientras trabajaba en la panadería El Sol de sus cuñados, la que se las arregló para darles estudio a sus dos hijos. Alfredo fue profesor. Oscar arquitecto. De este último recuerda: “Le juntaba toda la semana moneditas en un tarrito y después se la mandaba cada 15 días a San Juan, donde estaba estudiando. Creo que yo siempre, en muchas épocas distintas, pasé hambre, pero nunca tanta como esa, cuando guardaba la plata para poder educar a mis hijos”.

La Chona tuvo una vida sufrida, pero fue una mujer alegre, de risa fácil, pícara, con chispa para contar bromas y chistes.

Además, pese a que sus hijos se fueron jóvenes de la casa materna y la dejaron sola y sus nietos nacieron y se criaron lejos de ella, siempre tuvo una enorme facilidad para relacionarse con los niños, hasta con aquellos que apenas balbuceaban sus primeras palabras. La Chona los entendía, los divertía y hasta les marcaba límites sin ningún esfuerzo y con la mayor naturalidad.

“Venga, a usted le falta olla y le voy a hacer un remedio para esa tos que tiene con laurel y miel que es una maravilla”, le aconsejaba al beneficiario de turno, quien no necesitaba tener línea de parentesco con ella ni tampoco una estrecha amistad.

A la Chona le gustaba la charla. Se podía quedar horas y horas hablando sobre la actualidad o los recuerdos con igual pasión. Podían hacerse las 4 de la madrugada y ella seguía contando sus historias y aconsejando a quien tuviera de interlocutor. La hora no importaba, total a la mañana siguiente no había urgencias. Alguna vecina le golpeaba la puerta a las 10 y media para tomar los primeros mates y listo, después no había más que hacer. Apenas acomodar el patio, sacar yuyos, darle de comer al perro, charlas con las chicas que atendían el almacén de enfrente y recomendarle algún joven recién llegado al barrio.

Fue una mujer sabia, pese a que apenas sabía escribir y había aprendido a leer más por voluntad propia que por adoctrinamiento escolar. Aún así, en su cabecita había más criterio y saber que en la de muchos doctos.

Un día, hace ya casi un año, la Chona se enfermó. Como siempre se quiso curar sola, con yuyos y “sin molestar a nadie”. Pero la cosa se empeoró esta vez. A los tres días tenía declarada una neumonía y los análisis indicaban una anemia crónica, de tantos años de mala alimentación, que no le daban reservas a su cuerpito encorvado para afrontar la encrucijada.

La Chona se murió una tarde, tranquila, sin quejas, como había vivido. Se apagó de a poquito, sin que se borrara totalmente su sonrisa. Y con la mano izquierda, delgada y casi sin fuerzas, alcanzó a hacer un gesto de despedida a sus hijos de sangre, a los de crianza, a sus aconsejados y a todos que los que aprendieron de ella. Chau, Chona. Mujer mendocina y sabia, como tantas otras que andan por ahí.