Hay recuerdos que es mejor guardar para uno, pues corren el riesgo de no ser entendidos por otros. A veces la razón no alcanza para explicar ciertas cosas.

 

Aquel día en que la muerte fue una buena compañera de viaje

Por UNO

Fue una mañana de agosto de 1964 fresca y soleada. Al menos, así lo recuerda Juan, que ahora tiene casi 70 años. Dice que ese fue el encuentro más cercano que tuvo con la muerte y que no le dejó una sensación amarga. Por el contrario, ese día lo guarda junto con los más agradables de su existencia.

Por ese tiempo Juan vivía cerca de la Villa Antigua de La Paz y tenía unos 20 años. Le tocaba el servicio militar dentro de poco y como le ocurría a la mayoría de los jóvenes de esa época, ese año de conscripción era un punto de inflexión, una despedida de la adolescencia y un ingreso en la adultez. Antes de ese momento, todos los planes que se hacían sobre el futuro parecían muy lejanos. “Había que esperar, hacer el servicio y después sí proyectar sobre firme”, cuenta Juan ahora.

El tío

Pero la idea de este joven era viajar antes a la casa de un tío que vivía cerca del límite entre Córdoba y Santa Fe, y que le había ofrecido trabajo en su campo para el futuro.

“Como sabés, no tengo hijos y vos sos mi sobrino preferido. Me gustaría que te vengás a vivir con nosotros después de la colimba y me ayudés a sacar adelante esto”, le había dicho en una carta, un par de meses antes.

“Pensé: ‘Voy, me quedo unas semanas y veo’. Después de la conscripción estaba bueno tener algo concreto para encarar la vida, siendo que yo no era apegado al estudio y tampoco mis viejos tenían una empresa familiar en donde darme trabajo”, recuerda aquel muchacho.

Esa fresca mañana de agosto, con su bagayito al hombro, salió a la ruta y comenzó a caminar hacia el oriente. Tenía plata para el pasaje pero prefería ahorrarla, así que decidió hacer dedo.

Lo que vino

Era un camión Mercedes Benz modelo 58, rojo y con acoplado. Venía cargado con aceitunas. Le llamó la atención que estuviera repleto de filetes y con varias leyendas. Adelante, en el paragolpes y muy prolija, había una que decía: “Morir es como dormir, pero sin levantarse a mear”.

Juan se sonrió y pensó que el chofer debía ser porteño. El camión venía despacio, a no más de 50 por hora. Fue deteniéndose lentamente y paró apenas a unos 10 metros delante de él. Juan alcanzó a ver la inscripción que estaba en la compuerta trasera del acoplado: “Yo soy el que se acostó con la hermana del que va adelante”.

“¡Subí!”, le gritó desde el volante un hombre de unos 60 años, canoso y con barba. Juan trepó a la cabina y cerró la puerta. “Si no vas apurado, te llevo. No me gusta forzar el camioncito”, le dijo el desconocido, sin preguntarle hacia donde viajaba. “Voy cerca de Rafaela y no tengo apuro”, informó Juan. “Vamos, entonces”, dijo el chofer.

El hombre dijo llamarse Ramón y aseguró que los últimos 40 años los había pasado en la ruta. “Siempre viajé. Siempre estoy yendo a alguna parte. Ya no me acuerdo cómo es estar más de tres días en un mismo lugar”, dijo. Era un buen conversador. Se la pasaba contando anécdotas y dando algún consejo como remate. “Por eso te digo, pibe, no hay como el hambre para sacarse las mañas”, sentenciaba y empezaba con una nueva historia.

Juan apenas había logrado hacer un breve bosquejo de su vida pasada, de su presente incierto y sus dudas sobre el futuro. Después se había dedicado a cebar mate amargo, como le había pedido Ramón.

El motor del camión ronroneaba y calentaba la cabina, lo que le hizo al muchacho entrar en una especie de somnolencia.

Esas inscripciones

Juan hacía lo imposible para no perder el hilo del relato que encaraba en ese momento el camionero, pero le costaba mantenerse despierto cuando llevaban casi 100 kilómetros andados y 2 horas de viaje. Intentaba entretenerse leyendo las inscripciones arabescas que también había adentro. “Unos se casan por la iglesia, otros por idiotas”. “Se dice que el perro siempre ha sido el mejor amigo del hombre. Yo me encargo de las mujeres. (El gato)”. “Lo mío no es complejo... es calentura (Edipo)”. “La mano viene movida. (Parkinson)”. “El supositorio es una aspirina que salió para el culo (Bayer)”. “Privaticen Acme. (El Coyote)”. “¿Qué culpa tengo yo si me tocan maridos cornudos (Coca Sarli)”.

Llegaron a Villa Mercedes. Ramón propuso hacer un alto de unos 40 minutos. Juan lo agradeció. Salió a buscar un baño y especialmente una canilla para lavarse la cara y despejarse un poco, mientras Ramón le decía que estacionaría el camión junto a otros que estaban cerca de la estación de servicio.

Juan se tomó su tiempo, primero en el baño y después en un almacencito cercano, donde compró un par de sánguches y dos manzanas.

Después fue a buscar el camión… 

Dio vueltas por todos lados tratando de ver el Mercedes rojo y a su chofer, pero nada. Como una hora estuvo caminando y preguntando por Ramón y su transporte, pero nada. Nada de nada.

Pensó que el viejo se había cansado de él. Que no había resultado buena compañía y había decidido abandonarlo y seguir el viaje solo.

Juan había bajado del camión con su bagayito así que no había perdido nada, salvo el viaje y la charla de Ramón.

Después de un rato decidió volver a la ruta para hacer dedo y tratar de completar el viaje. Se detuvo un Jeep carrozado en el que venía un viajante que distribuía repuestos para autos en todo Cuyo.

El 48

El tipo le contó que había visto un accidente tremendo en Desaguadero hacía unas tres horas. Un camión que venía hacia el Este había volcado y había caído al río. El chofer había muerto. Era un camión rojo, posiblemente un Mercedes o un Bedford. Lo que le había llamado la atención era una inscripción que tenía el camión en el paragolpes delantero: “Morir es como dormir…”.

Juan no le dijo cómo había llegado a Villa Mercedes. Y en los 48 años siguientes muy pocas veces contó esta anécdota.