Por Enrique Pfaabepfaab@diariouno.net.ar
Una mujer asombró a la pediatra de sus hijos con una confesión bestial. Otra imperdible entrega de Crónicas insólitas de Mendoza. Por Enrique Pfaab.
Una mujer asombró a la pediatra de sus hijos con una confesión bestial. Otra imperdible entrega de Crónicas insólitas de Mendoza. Por Enrique Pfaab.
Por Enrique Pfaabepfaab@diariouno.net.ar
“¡Y encima me viene a gorrear con esa perra!”, bramó la mujer. En frente de ella la pediatra que atendía a su hijo la miraba con sorpresa, pero no tanta como la que iba a sentir 10 segundos después.
Pasó apenas hace un par de años. La involuntaria confidente guardó para sí este incidente hasta hace unas semanas, cuando no se aguantó más y lo compartió con unos colegas, reservándose aquellos detalles que pudieran individualizar a la protagonista de la historia. Sólo contó que la situación se produjo en una salita de una villa poco poblada de un departamento del Valle de Uco.
Hasta allí llegó una mañana una mujer de unos 35 años, cargando en brazos a un bebé de pocas semanas, llevando a la rastra a una niña de 3 años y arriando a un varón de 5 que venía chorreando mocos.
La médica la conocía desde el primer control de niño sano de la nena que ahora venía caminando de la mano. Siempre le había parecido una mujer simple e interesada por sus hijos, con los mismos problemas que los miles de pobladores de las zonas rurales y suburbanas mendocinas.
Era más bien callada, pero no se negaba a aportar datos sobre cómo era la realidad familiar y especialmente la de sus niños.
Ese día, apenas ingresó al consultorio, la pediatra la notó distinta, como nerviosa. Dijo el “buen día” con un tono mucho más elevado que el normal. “Lo traigo a éste, que anda otra vez con esa alergia”, dijo cortante.
Mientras la pediatra revisaba al más grande bromeó con su hermanita del medio y le hizo un par de caricias a la bebé. Después no se aguantó y le preguntó a la madre: “¿Y usted, cómo anda?”.
“Mal” contestó, y luego se desbocó: “¡Me tiene harta el Julio! ¡Me cansó! Los fines de semana hacen la juntada con los amigos, se emborracha y se pierde”.
La pediatra imaginó situaciones de violencia y preguntó. “¡No!”, dijo la mujer. “El Julio no hace nada. Se pone estúpido, hace cosas que no sé por qué las hace”.
La médica le dio media vuelta más y la mujer se lanzó definitivamente.
Dijo que “las estupideces” del Julio habían comenzado en los últimos meses del embarazo, cuando ella ya no había querido tener sexo porque se sentía incómoda. Que en las dos gestaciones anteriores había sido igual y que el hombre nunca se había quejado. Pero con el último no había sido igual. “El Julio andaba alzado”, dijo.
El hombre se había puesto pesado. No sólo en las siestas y por las noches intentaba algún encuentro, sino que cuando se cruzaban en la cocina de la casa, en la puerta del dormitorio o en el patio, mientras ella tendía la ropa, el Julio “apretaba” a su panzona mujer y pretendía que chocaran los planetas. La mujer utilizó todos los argumentos, los más amables y los más agresivos, para tratar de explicarle las razones de su rechazo y lograr mantenerlo a raya. “¡Me voy a ir a buscar una loca!”, había dicho el Julio, amenazante. “¡Haga lo que usted quiera!”, le había contestado ella, ya cansada del acoso.
Salvo las borracheras del Julio, que nunca habían generado situaciones de violencia doméstica, el hombre había sido un buen marido, según el criterio de la angustiada mujer. Había aportado el sustento, había sido cariñoso con sus hijos y trataba con respeto a su esposa. Las discusiones maritales eran las de toda pareja y no se diferenciaban de las que les confesaban sus vecinas y amigas. “Ahora se ha puesto estúpido, y no sé por qué”, le dijo a la pediatra.
La crisis había llegado a su punto crítico el mediodía del domingo anterior. En la madrugada el Julio había llegado repasado de alcohol.
Se hizo el loco pero se quedó dormido antes de que se pusiera muy pesado.
A la mañana la señora agarró a los niños y salió a hacer unas compras y decidió dejar a los chicos en casa de la abuela, previendo que habría alguna discusión al regresar al hogar.
–Cuando volví –le contó a la pediatra mientras ésta hacía vestir al mocoso después de revisarlo– entré en la cocina y vi una cajita de vino abierta que ya estaba a la mitad. Escuché unos ruidos en la pieza y me fui a ver qué pasaba. Cuando abrí la puerta ¡estaba él!, ¡tenía los pantalones por los tobillos y esa perra en mi cama!.
La pediatra se sintió incómoda por ella y por los niños y más por formulismo que por curiosidad le preguntó: “¿Era una conocida suya?”.
“¡Ma qué conocida! ¡Era mi perra, la choca que habíamos traído dos años antes de la casa de mi tía!”. “¿Y usted qué hizo?” preguntó la médica.
“¡La eché de mi casa! ¡La saqué a las patadas! ¡No podía permitir que siguiera viviendo con nosotros!”.
La profesional atinó a manotear una muestra gratis de un descongestivo con corticoides, anotó algunas indicaciones en un recetario y despachó lo mas rápido posible a la familia.
Algunos dicen que el matrimonio siguió viviendo junto y que el Julio, por vergüenza, aplacó sus instintos. Otros dicen, en cambio, que al poco tiempo el hombre abandonó el hogar y que ahora, en noches de luna llena, se lo escucha aullar mientras recorre junto con su nueva jauría las plantaciones de nogales.