Fue el triunfador de su generación, pero toda su literatura era de algún modo el temor a la pérdida de la juventud y al fracaso, algo que continúa en su vasto epistolario del que Círculo de Tiza recupera una selección de cartas de gloria y derrota

"Estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura"

Por UNO

Francis Scott Fitzgerald se diseñó a sí mismo para ser percibido fuera de casa como un ser delicioso. Quiso hacerse notar. Se peinó bien. Llevaba trajes perfectos. Corbatas de lana. Tabaco del bueno. Francis Scott Fitzgerald entró en la vida como el que entra en un cine y patentó una forma de estar en el mundo. Entre el éxito, la indolencia, el talento literario y los excesos. A los 23 años tuvo un éxito tan fuerte que lo derrumbó sin darse cuenta. Acababa de publicar A este lado del paraíso. Era 1920 en EEUU. Aquel momento inauguró su eslalon. Lo situó bajo el foco de todos los editores, apuntaló su ambición y la riña con su oficio. Aquel escritor triunfal y sobrevenido gozaba del veneno de la literatura y de la frivolidad como antídoto. Sólo había que masajear las dos pasiones para romper a hervir con el desastre como meta.

En sus novelas, cuentos y ensayos dejó el rastro en crudo de su vida: el miedo a la pérdida de la belleza y la juventud, el pánico ante la amenaza del fracaso, la imposibilidad de mantener el punto de ebullición de todo amor... Pero en su ancho epistolario es donde trazó mejor el mapa de sí mismo. Scott Fiztgerald es uno de los escritores más minutados de su generación. Estudiado al trasluz. De frente. De perfil. Huroneado hasta el último papel. Y aun así, tiene leyenda.

La editorial Círculo de Tiza reúne ahora una selección de su correspondencia (algunas misivas inéditas aún en España) que alumbra la expedición del autor deSuave es la noche desde los comienzos del éxito hasta la extenuación final en Hollywood: El arte de perder. Una vida en cartas, con prólogo de Martín Schifino y epílogo de Alejandro Gándara. "La historia de mi vida es la de la lucha entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedírmelo". Lo escribió en un ensayo de 1920, más o menos el año en que el material reunido en este volumen echa a andar. Y en esa sentencia hay algo de verdad. Hizo su obra al compás de una vida poco favorable para hacer obra. La dipsomanía, el derroche, las fiestas, los viajes sucesivos, la montaña rusa sentimental, los extravíos, el convertirse en moda imparable y el dejar de serlo sin más... "Estoy harto por igual de la vida, el licor y la literatura". Acuñó la sentencia con 25 años y fue algo así como un pronóstico del que nunca supo distanciarse. Hasta que por coherencia, claudicó.

Las cartas de El arte de perder se extienden hasta el mismo año de su muerte: 21 de diciembre de 1940. Calzaba 43 años. En ellas registra demonios, decepciones y entusiasmos por igual. Por destinatarios tienen a su agente, Harold Ober; a su editor, Maxwell Perkins; a su mujer, Zelda Sayre; a amigos como Hemingway y Thomas Wolfe. Se deja ver como un novelista que tiene que escribir cuentos para vivir. Llegaban a pagarle hasta 3.500 dólares por pieza en las revistas más chic del momento. Escribió más de un centenar y se los bebió todos. En este género dejó un paño de primerísima calidad (Cómo vivir con 36.000 dólares al año, La fisura, El curioso caso de Benjamin Button, El palacio de hielo...). "La decadencia del Fitzgerald novelista comenzó con la publicación de El Gran Gatsby (1925), la misma novela que, desde su muerte, ha vendido millones de ejemplares y lo ha situado en el panteón de grandes novelistas americanos. Es para llorar", apunta Schifino.

Los años de la vida ambulante entre Europa y París también están en este registro vital que son las cartas. Igual que sus dolencias. La mala salud. Los pulmones quebrados. La monstruosa ansiedad. En 1925 ya tenía claro que era el héroe de una tragedia por definir. Y así le escribe a Maxwell Perkins: "Si puedo ganarme la vida seguiré como novelista. Si no, voy a renunciar, volver a casa, marcharme a Hollywood y aprender el negocio del cine". Pasaron 12 años hasta que a su hija Scottie (con la que mantuvo también una intensa y conmovedora correspondencia) le deja ver su penúltima claudicación: "Me temo que deberé ir a trabajar a Hollywood". El más aclamado de los escritores estaba ya fuera de juego. Había perdido todo crédito. Y sólo le quedaba el recurso de los guiones. "Perotampoco me va bien como escritor a sueldo", confiesa. Aun así no se deja caer del todo: "No soy un gran hombre, pero a veces creo que el aspecto impersonal y objetivo de mi talento, y los sacrificios que, aun en pedazos, hago por conservar su valor esencial tienen una especie de grandeza épica". En aquellos días de finales de los años 30 colaboró brevemente en el guión de Lo que el viento se llevó y en otras tantas producciones olvidadas, como recuerda Gándara. Demasiada gente alrededor de sus textos, demasiadas opiniones de más, muchos lápices rojos derrumbándole frases.

Fitzgerald bebía ya por encima de sus posibilidades e intentaba mantener con pulso tiritante la dignidad. En la recta final (le quedaban meses) escribe a su hija Scottie: "Vivo en el apartamento más pequeño que puedo sin parecer pobre, un lujo que no me puedo permitir en Hollywood". Destino chungo, cruel y canalla, te da champán y después cazalla, como afirma la canción.

De algún modo llegaba así, con confianza y tranquilidad, al derroche de su derrota. Sobre el alféizar de la tragedia del héroe que no fue.Apoteosis de los 'Hermosos y malditos'

Los mejores años del autor de Hermosos y malditos fueron los años 20. Esos a los que denominan "los felices". El jazz, la explosión del erotismo, la apoteosis de la fiesta... "Toda vida es un proceso de demolición", decía Scott Fitzgerald. En 1920 se casó. Se hizo millonario. Todo lo ganó y todo lo perdió. Y aquello ocurrió (lo bueno y la catástrofe) con Zelda Sayre, su mujer, "lujo y condena", escribió. La primeras flapper (mujer liberada) de EEUU. Eran la representación del hedonismo y, a la vez, la fragilidad del canto del cisne. Las cartas a Zelda son un estremecedor aullido entre dos. Ella escribió Resérvame el vals contando su matrimonio. Él censuró capítulos de la novela. Odio y amor.