El recorrido diario del palacio judicial al castillo kafkiano

Por UNO

Los niveles de conflictividad que atravesamos, al menos en la Argentina, superan la posibilidad de mantenerlos ordenados por nombres y asuntos, por gravedad o por tipo, en nuestra sensible, pero escasa memoria.

El caso equis fue archivado en el olvido, no por indolencia, sino por la aparición del otro, que le ganó en crueldad, o acaso es que trascendió la geografía de la aldea y eso lo convierte en universal, aunque haya sucedido a pocas cuadras del lugar que habitamos, y entonces empiezan a abordarlo los medios internacionales y ahí sí cobra insoslayable importancia, porque además de dolidos, podemos sentirnos observados.

Según podemos leer, escuchar y ver, son pocos los sucesos que pueden prescindir de nuestra intromisión, aunque sólo podamos inmiscuirnos de manera mental.

Manifestarnos, a favor o en contra, sobre cuanto hecho aparezca visibilizado a través de los medios, no es una costumbre novedosa, pero desde hace más de un siglo encontró nombre y apellido: opinión pública.

Explicaba la politicóloga Elisabeth Noelle-Neumann que este constructo es algo así como un órgano abstracto que reúne a la sociedad en torno a algunos asuntos relevantes.

La incidencia que esa piel social, como organismo externo, provoca en los individuos, se probó después de mucha investigación en el campo de las ciencias sociales.

Así como hay una mayoría que confirma esta teoría -para que se cumpla la regla- hay quienes disienten. Y de ese disenso apareció luego una teoría que habla sobre la opinión publicada, en vez de la opinión del pueblo. O sea, la interpretación interesada sobre lo que manifiesta el pueblo.

Ni el tiempo suficiente, ni el espacio necesario. Y principalmente la ausencia de facultades me impide abordar ese dilema de la contemporaneidad en su dimensión, pero estimulan para seguir fisgoneando.

Evaluación empobrecida si pretendemos asignarle a la casualidad o al azar, que de un tiempo hasta ahora, los congresos, seminarios, jornadas, disertaciones magistrales y exposiciones en nuestra geografía traten temas relacionados al derecho, a la administración de justicia, a la violencia, al crimen de todo tipo y a la transversalidad de lo jurídico y su peso gigante en la construcción del entramado social.

Meses atrás, asistimos a uno de esos encuentros, cuya discusión central, bajo el confortable eufemismo llamado transparencia, fue la corrupción el eje de debate: cómo combatirla, como impedirla, como castigarla. Los encuadres fueron bien diferentes, según los expositores.

Extensos análisis y profundos cuestionamientos. Ante nosotros, esta sociedad tan entusiasta en cuestionar inclusive los principios aritméticos, y tan deseosos de que el prójimo cumpla aquello que nosotros sabemos cómo evitar, no es fácil. Ni fácil ni convincente porque siempre es uno quien define desde su perspectiva ética. Y además, porque si aquél que hace la propuesta, ocupó, ocupa o piensa ocupar en el futuro alguna responsabilidad en el Estado o en asuntos públicos, nos vemos tentados de inmediato en revisar la oscilación de su historia, y eso puede invalidar a cualquiera, excepto al arrepentido, pero ya sabemos que de ese quien se sirve es Dios.

Entre los muchos disertantes, elijo (y resumo de manera tal vez irreverente) lo que Hugo Wortman Jofré puso en conocimiento de quienes estuvimos en ese encuentro. El resorte que han encontrado en algunos países desarrollados para reducir los índices de corrupción es motivar a quien delata. Promover el control a través de estímulos, cuestión de que lo parejo de la ley se dé a través de ese atajo, y no debamos esperar la aparición de impolutos investigadores que de tan cautos y respetuosos de los procesos investigativos, las detecciones de delitos se demoren hasta la extinción de las causas o de sus autores.

En línea, y también en el terreno jurídico, en recientes jornadas de los Ministerios Públicos del país, el ministro nacional del área y el local, además de los procuradores y fiscales generales, coincidieron en las bondades de la modificación del régimen inquisitivo al acusatorio.

Los legos supimos entonces que, en primer lugar, esta modificación prosperó sin que el cambio de signo partidario lo haya entorpecido, sino al contrario, y además, pudimos observar que esto propende a darle celeridad a la resolución de pleitos en lo penal.

Un disparador para el optimismo que se apaga a poco de andar.

Algún hecho que puede conmover por la proximidad, por el parentesco o porque aún preservamos alguna sensibilidad humana irrumpe y pone en jaque a la esperanza y a la vez, minimiza las amenazas de una Corea del Norte que juega a la destrucción total, y disuelve la consternación por los cuerpos inertes en la peatonal de aquella bonita ciudad.

A propósito, una moción que alcanza a los tres poderes de la república y también, claro que sí, al advenedizo cuarto. Judicializar absolutamente todo, lejos de proveer justicia, la aleja. Distrae. Perturba. Dilata. Y sí, también irrita.

La cantidad de leyes existentes es proporcional a su incumplimiento. Pero además implica un riesgo social. Como la ignorancia no nos exime de acatar las leyes, si se continúa por esta senda, en salita de cuatro van a tener que olvidarse de la alfabetización inicial y deberán impartir derecho romano.

La necesidad de saciar la sed de justicia puede atenuarse actualizando los códigos, agilizando los procesos y achicando la distancia que separa la construcción discursiva que se pronuncia en el barrio cívico y los sentidos de los ciudadanos de a pie.

Caminar la realidad, un paseo recomendable para todos los funcionarios, elegidos y de carrera; de la justicia ordinaria y de la otra. Del ejecutivo, del legislativo, y -debemos admitirlo- también para los que replicamos la historia mínima y cotidiana en los medios. Una caminata por la vereda de la sensatez y la honestidad, ejercicio que -sin dudas- beneficiará la salud de los todos los ciudadanos.

Los unos y los otros. Ciudadanos, esos que tenemos derecho a opinar sobre todo y en todo momento, somos a la vez quienes tenemos la obligación de participar en toda la cosa pública. Si hacerlo resulta un riesgo, no hacerlo es criminal.