Aballay, el gaucho protagonista del inolvidable cuento de Antonio Di Benedetto, cargaba con todos los pecados de un Clint Eastwood de las pampas.
Tipo violento, resentido, ladrón y asesino consumado, Aballay encarnaba el mal en todas sus categorías.
El eclipse de su maldad aconteció el día que mató salvajemente a un hombre y una vez consumado el hecho sus ojos repararon en la mirada aterrorizada de un niño, el hijo de la víctima.
En ese espejo revelador acusó recibo de su falta de humanidad.
Para expiar tamaña culpa, desde ese momento decidió no desmontar jamás. Su penitencia sería cabalgar hasta que su corazón fuera el que dijera basta.
En un paralelo arbitrario, vale preguntarse, ¿qué habrá visto el asesino de Trini en los ojos de esa nena de apenas 8 años, cuyo cuerpito fue incinerado en una ripiera de Fray Luis Beltrán?
¿Qué le dijo la mirada pávida de Majo Coni o la de Marina Menegazzo a quien o quienes les quitaban la vida en la lejana Montañita?
¿Dónde estaba Dios? Se pregunta aún hoy retóricamente la madre de una de las chicas.
En ese feedback de miradas que detienen el mundo, los que nada tenemos de Facundo Manes
suponemos que la memoria opera como una caja negra que atesora los misterios de la otra grieta, la verdadera, la del bien y el mal.
No es casualidad que uno de los métodos de detección de mentiras que se usan en algunos tribunales o en interrogatorios policiales se base en observar las reacciones de los ojos.
Y es que los ojos no mienten. Sentencia que vale tanto para los jueces como para los poetas.
Mientras aquel Aballay dibenettiano buscaba alcanzar la santidad sin bajar de su pingo, los asesinos de Trini, Majo, Marina y demás inocentes que pueblan a diario las páginas policiales no podrían siquiera subirse al estribo.
No hay caballo que soporte tanto horror.
No hay ojos para tanta muerte a la vista.