Observa, por ejemplo", le enseña el tutor Pangloss a su discípulo Cándido, "que la nariz se hizo para sujetar las gafas, y por eso llevamos gafas". El tutor Pangloss es solo un personaje de ficción, a Dios gracias, pero Voltaire lo creó a imagen y semejanza de Leibniz, uno de los grandes cerebros de la generación anterior, que tendía a pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, o al menos tendía a pensar cosas que Voltaire interpretó de esa forma. Muchos creemos que Voltaire dio en el clavo. El pensamiento panglossiano nos acecha desde la noche de la especie, y sigue gozando de una mala salud de hierro en nuestros días, en la carne de los veganos y la sangre de los Amish, en la oposición a la biotecnología y el agosto de los herbolarios, en la religión y sus espejos darwinianos. Seguimos, con Pangloss, viviendo en el mejor de los mundos posibles.
Por eso nos resultan tan engorrosas las cosas inútiles. Sobre todo si las llevamos en el cuerpo. Consideren el apéndice, ese callejón sin salida del intestino cuya única utilidad confirmada es la de infectarse con dolor inútil y gran pena. O el dedo meñique del pie, que puede salirse de la sandalia y arruinar tu imagen pública. Nuestros ancestros los anfibios y reptiles sabían perfectamente cómo regenerar una pata amputada, una cola pisoteada e incluso un corazón herido. ¿Por qué demonios perdimos esa capacidad en las junglas del jurásico? Cándido debería preguntar: ¿qué clase de don de Dios es ese, maldita sea? O más en general: ¿por qué estamos tan mal hechos?
Esta semana hemos conocido una respuesta reveladora, aunque relativa a una estructura distinta: la muela del juicio, esa servidumbre estúpida de la biología humana, ese hueso inservible salvo para la catarsis y el tormento arbitrario, ese contradiós bucodental. El doctor Pangloss, cabe suponer, aduciría que la muela del juicio existe para consolar a los dentistas, y no han faltado biólogos que han encontrado en el último siglo respuestas similares, o similarmente vanas. Mi favorita: que una dieta cada vez más cocinada —tras la invención del fuego— redujo la necesidad del estupendo tercer molar de los homínidos. Pero no del primero y el segundo, parece ser.
La nueva investigación revela un mecanismo mucho más simple y verosímil: que la dentadura se construye siguiendo unos principios generales, leyes geométricas en el fondo, que rara vez están en condiciones de atender a los detalles poco relevantes. La muela del juicio no es un invento genial de Dios, ni de la selección natural darwiniana, para resolver un problema inexistente. Los mismos cambios en la geometría del cráneo que hicieron duplicarse al córtex cerebral —la sede de la mente humana— convirtieron el robusto tercer molar de los homínidos en una rémora para el homo sapiens.
¿Cuál es el origen último de las cosas inútiles? Nuestra mejor respuesta sigue siendo la de Voltaire. Por más que le pese a nuestra naturaleza panglossiana, no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ése es el único juicio que cabe en una muela del juicio.