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La multitud linchadora y la inadecuada presencia estatal

Por UNO

Por Alejandro PoquetEl autor es profesor de Derecho Penal

Un hombre toma un café en un bar de un tranquilo barrio de Ciudad; otro, mientras fuma de pie, mira pasar las curvas oscilantes de una mujer. No están lejos, unos pocos metros los separan, casi comparten vereda. De repente, esas monotonías son interrumpidas por la multitud que persigue al delincuente que, pocos minutos antes, delinquió, sí delinquió porque los vecinos lo vieron en vivo y en directo. Pero a medida que corren, gritan y amenazan, por efecto de la multitud sobre cada uno de los vecinos perseguidores, se terminó olvidando si el perseguido había hurtado o robado, si había aprovechado un descuido o usado una fuerza peligrosa, si estaba armado o más asustado que la víctima.

A medias contagió la multitud. El hombre que toma café de inmediato se une a ella como hipnotizado, arrastrado por una fuerza invisible, pero vocinglera. “Otra vez lo mismo”, piensa el voyeur sin dejar de mirar cómo esas curvas, de repente, se quedaron quietas, atemorizadas. El mozo cumple al pie de la letra la orden, evita la fuga de más clientes con la excusa de la multitud y es el cerco del local porque no está dispuesto a responder con su bolsillo por el consumo ajeno.

En la otra esquina, conductores y peatones circunstanciales son testigos de la transformación del delincuente en víctima indefensa, agachada, tirada en el piso, y de la transformación de los vecinos perseguidores (hasta ese momento auxiliares de la Justicia) en un monstruo de infinitos ojos, brazos y piernas (¿será la versión real del monstruo hecho de ojos que concibió la literatura fantástica?), testigos que, a su vez, por su grado de pasividad o acercamiento se han convertido en autores del delito de omisión de auxilio o partícipes del homicidio calificado.

¿Por qué la multitud linchadora provoca estos efectos tan dispares, incluso, estimulando a un encargado de edificio y a un actor para que la enfrenten? Porque ella, a su vez, es provocada por la libertad del hombre. No se sabe si se trata de una libertad en sentido filosófico o metafísico, pero sí en términos prácticos, fácilmente comprobable cada vez que se decide pasar el semáforo en cualquiera de sus tres colores o se vota entre tantos candidatos en cartelera. Es decir, sin esta libertad el sistema democrático no es concebible, por lo tanto, el hombre es responsable de su elección: formar parte del linchamiento o dejarlo pasar para continuar mirando la belleza o cuidar el bolsillo cual mozo obediente, paralizarse como la mujer tentadora, convertirse en delincuente por fisgonear o aplaudir de cerca, o ingresar a la épica urbana diaria interponiéndose entre la multitud ruidosa y la silenciosa.

Recordar estas libertades sirve para que ningún fanático de lo colectivo traslade la responsabilidad individual y concreta a la abstracta multitud, como acaba de suceder en la Provincia de Buenos Aires, donde se absolvió a todos los acusados por un linchamiento de un menor de edad que intentó robar un auto con una pistola de juguete. Tampoco para que se proponga la ecuación lineal “Estado ausente” igual “justicia popular”, lo que es otro modo de culpar a otro ente colectivo y proponer impunidad.

La realidad violenta es más compleja que la linealidad del silogismo que predican los políticos opositores como si ellos, además, no formaran parte de la ausencia estatal. Aunque más que de ausencia habría que hablar de inadecuada presencia estatal, a veces por sobrerrepresentación represiva, no sólo de un gobierno en particular, sino de la democracia en general desde que volvió a caminar tres décadas atrás. Con el tiempo, este déficit democrático desconcertó a políticos e ideologías, y la mayoría sin creatividad ni fidelidad a sus principios y por miedo a perder votos, terminó apropiándose del limitado discurso policial y penitenciario.

Esta degradación de la política criminal o de seguridad pública, esta confusión ideológica es tan grande que el progresismo oficial argentino acompañó la ola represiva de Blumberg (sin ningún resultado práctico, por cierto) y cada tanto recurre (con algo de pudor) al sospechoso estado de emergencia. Por su parte, el conservadurismo de siempre confunde insidiosamente el miedo al delito que no sólo existe sino que, a veces, no es más que pura inteligencia preventiva, con otros sentimientos muy diferentes y extendidos como la ira, la frustración, la angustia existencial, los cuales se relacionan con una estructura yoica vacilante, una desorganización social y urbana amenazante, soledad y pérdida de empatía con el otro, fin de cualquier certeza como tradición y futuro.

Curiosamente, la cultura del naufragio de los excluidos sintetizada en el vivo el hoy porque no sé si habrá un mañana, se acerca a la cultura light de la modernidad tardía de los incluidos, con una sobredimensión del presente o del instante, menosprecio de la historia, glorificación de acción sin ataduras ideológicas.

En lugar de denunciar esas culturas y diferenciar públicamente esos sentimientos síntomas de las más diversas demandas sociales, no sólo punitivas, algunos progresistas no tienen peor idea que culpar a los medios masivos de comunicación por la parte de miedo al crimen que en realidad existe, sabiendo o debiendo saber que no se puede construir una realidad sin una dosis de verdad.

Es necesario que las horas recuperen el reloj perdido (Huidobro), que las leyes encuentren su código y que este código tenga una moderna ingeniería institucional que lo ponga en buena práctica, como demanda el anteproyecto en discusión. Pero el reloj y el código pueden servir, también, como metáforas de algo mayor, de una cultura diferente con sentido del tiempo y del prójimo, en donde el hombre nuevo no sea otro que el de tiempos inmemoriales, representado hoy en el héroe de Malvinas, cuya memoria del horror proclama la solidaridad como camino de salvación de la república.

Esta solidaridad que nació de una amistad de trinchera provocada por el mayor de los crímenes, es el ejemplo con más autoridad para extraer una justicia social administrada desde las antípodas del linchamiento, con graves sanciones (con tiempo y sentido) para aquellos que cometen las atrocidades que agitan los instintos linchadores.