Todo comenzó con una deuda monumental que contrajo el dueño de casa. No se recuerda muy bien si fue por una serie de impensados tropiezos económicos, por afrontar algún costoso tratamiento médico o por simples tentaciones mundanas.
Lo cierto es que un buen día el hombre y su familia se enteraron de que les rematarían la casa, ya que no podían cancelar las cuotas del antiguo Plan Viviendas Económicas Argentinas (Plan VEA) del Banco Hipotecario.
Para dar pelea hasta el final, gracias al contacto hecho por la última amistad que todavía les perdonaba los incontables préstamos no devueltos, se relacionaron con un renombrado abogado de la zona.
“Nos van a rematar, ¿hay algo que se pueda hacer?”, le preguntaron. El profesional pidió unos días para estudiar el caso y finalmente dictaminó: “No. Está perdido”.
La familia se fue del estudio pensando a quién le pedirían refugio.
Pasaron unos días. Los inminentes desalojados comenzaron a embalar sus pertenencias y planearon una vida de prestado en distintas casas de familiares. En eso estaban cuando golpearon la puerta. Era el abogado.
Venía a decirles que tenía una única jugada para hacer. Una sola. Que era arriesgada, pero que era la única alternativa que se le ocurría. Que si salía bien posiblemente no resolverían definitivamente el problema, pero que ganarían tiempo, con suerte varios años. Que ellos sólo debían confiar en él y desearle suerte.
La familia aceptó y esperó… Hasta el día del remate. Se hizo en la misma casa. En la puerta estaba la bandera roja y en el patio unos 10 interesados, el martillero y ellos.
La puja estaba por comenzar cuando llegó el abogado. No saludó a la familia. Ni siquiera la miró. Sólo se fue a mezclar entre los tipos que comentaban las bondades del barrio, las sólidas paredes de la casa y lo curioso del cielorraso, surcado de pequeñas bóvedas.
El remate no tenía base y las ofertas comenzaron en $10.000 que, hace 20 años atrás, no era una cifra fuerte pero tampoco absurda.
Las ofertas fueron subiendo de a $2.000. Cuando llegaron a $20.000 el abogado empezó a pujar: “22.000”, dijo. La disputa quedó reducida a tres personas cuando llegaron a los 28.000 y sólo a dos cuando treparon a 34.000. El abogado subió la apuesta otros $1.000 y no vio respuesta. El martillero intentó tentar al auditorio varias veces. No se alzó ni una sola mano. “35.000 a la una…” amenazó. “35.000 a las dos…”, dijo levantando la voz… y allí ocurrió: “40”, gritó el mismo abogado, supuestamente reafirmando que ya no quería rivales y que la casa debía ser suya.
Con una sonrisa de triunfo el martillero cantó: “40 a la una, 40 a las dos…”, bajó el martillo y dijo satisfecho mientras señalaba al abogado: “¡Vendida al señor!”.
Todo parecía estar bien hasta que llegó el momento de cerrar el remate con las firmas y el pago. “Yo dije 40. Usted me escuchó y tengo testigos que también me oyeron”, dijo el abogado mientras el martillero palidecía.
La oferta debió ser aceptada como fue ofrecida textualmente: $40. Después vino una larga saga de presentaciones en la Justicia, mientras la familia siguió viviendo en su casa rematada y vuelta a comprar por ellos mismos por $40.
Finalmente, 5 años después, el remate fue declarado nulo y se volvió a ejecutar. Ya nadie recuerda por cuánto se vendió la casa. Tampoco se sabe muy bien a dónde se mudó la familia desalojada. Lo que sí es un hecho es que todas las mañanas, cada vez que inician su jornada de labor, un abogado y un martillero rememoran.