Por Fernando G. Toledo
En aquel rincón oscuro debajo de los espejos, sentado a una mesa, hay un hombre. No es un leproso ni un mendigo, aunque lo parezca. Pasa las largas noches al rumor del café D’Harcourt, en pleno centro del barrio Latino de París, rodeado de fieles admiradores a los que ni siquiera reconoce. Inmerso en la bruma del alcohol, enredado en la verde maleza del ajenjo, presenta a los ojos todas las excusas para ser tomado por un espantajo.
Tiene la mirada perdida, pero su brillante calva deja aún sus ojos al descubierto, esos ojos atigrados que unas duras cejas, un bigote y una larga barba resaltan. Apoyado así, sobre el tapizado de cuero y con la esquina de la pared como sostén, es una llaga viva y encarna la decadencia que su misma poesía se ganó como adjetivo.
Y es que este hombre es un poeta. Un viejo poeta, a pesar de no llegar a los 50 años de edad, que ha trastocado los cánones de la lírica junto con otros autores que, como él, destilan poesía aun de los más negros jugos de las ciudades de su tiempo. Un viejo poeta demolido por sus pasiones, arrebatado por los recuerdos de dos jóvenes escritores que amó con locura.
Instalado en ese hogar que es el café, borracho y siempre convaleciente, el poeta sobrevive a duras penas mientras su fama y prestigio, en cambio, recorren el mundo con lozana vitalidad.
Una buena prueba del poder de los versos del barbado y borracho poeta es este otro poeta que se acerca ahora a él con timidez. Lo ha encontrado allí y le ha parecido, sin dudas, que por fin al verlo estaba de una vez en la ansiada París. Es 1893 y a esta ciudad ha llegado desde su Nicaragua natal, pero mucho antes de pisar sus calles, de agotar sus tabernas y cafés junto a un compatriota y un amigo español, mucho antes, París estaba instalada en su cabeza en gran medida gracias a los versos de ese taciturno personaje que ya tiene frente a sí.
El café D’Harcourt es un manojo de ruidos y sin embargo dos de los más grandes poetas de ese momento están por dirigirse la palabra. Pero el nicaragüense poco puede hacer para sacar al francés de su sopor. El viejo contesta muy rara vez y cuando el joven lírico se deshace en elogios, no tiene mejor idea, teniendo a semejante gloria frente a él, que pronunciar esa palabra. Entonces, por un momento, el viejo levanta la vista y grita: “¡La gloria! ¡La gloria! ¡A la mierda con la gloria!”.
El encuentro ha sido más bien un desencuentro y el joven poeta americano, estremecido, guardará para siempre esa imagen en su corazón: “¡Dios mío! Aquel hombre nacido para las espinas, para los garfios y los azotes del mundo, se me apareció como un viviente doble símbolo de la grandeza angélica y de la miseria humana”.
Poco después el poeta decadente, avejentado y derruido, morirá en un hospital de su ciudad y del otro lado del Atlántico, instalado en Buenos Aires para cumplir con su tarea como periodista de La Nación, el poeta nicaragüense llorará a su “padre y maestro mágico”, y le dedicará un denso poema y un artículo que incluirá en un libro titulado muy apropiadamente Los raros.
Pero aunque ser tildado de bohemio lo espantase, aunque la vida licenciosa de su admirado “Fauno francés” lo escandalizara al punto de intentar “corregir” su biografía cuando tuviera oportunidad –para omitir la homosexualidad y los escándalos–, el futuro llevaría a este otro vate a una ruina similar. Considerado “el Cisne de América”, llevado y traído por embajadas y universidades, el gran renovador de la poesía castellana no podrá evitar, sin embargo, perder su lucha ante un alcoholismo que había implantado su germen por los tiempos de aquel encuentro alucinado.
De vuelta a su patria, con su cuerpo deteriorado, el creador del Modernismo está en su lecho de muerte. El año 1916 acaba de empezar, pero no alcanzará a vivirlo mucho más. En estos minutos finales quizás recuerda aquel encuentro oscuro en ese café parisino. La gloria, ahora lo entiende, jamás iba a servirle como escudo ante la muerte. Ni a él, Rubén Darío, ni a su admirado Paul Verlaine. Es el 6 de febrero. Una cruz se eleva cubriendo el horizonte, y un resplandor sobre la cruz.