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Fue la más grande chelista que el mundo oyó, pero la tragedia impuso su música sobre ella.  

Una flor única, hermosa y delicada

Fernando G. Toledo

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La tragedia resonaba allí mismo, entre esas cuatro cuerdas. Nadie lo sabía, sin embargo; nadie lo esperaba. Nadie creyó jamás que sobre tanto brillo iba a caer tanta sombra.

La historia puede comenzar con una anécdota: en 1950 y en Oxford, Inglaterra, una niña inglesa de 5 años, rubia y hermosa, escucha en la radio una pieza para violonchelo. De inmediato le dice a su madre que quiere, ella misma, producir ese sonido. La madre accede y no hace falta esperar demasiado para descubrir que la niña tiene talento. Tanto que sus increíbles progresos (más notables que los de su hermana mayor, flautista), obligan a la madre a dedicarse sólo a su formación. Sus maestros sienten lo mismo: nadie ha tocado ese instrumento como esta muchacha. La luz de la belleza no tiene mácula, todavía. La niña gana concursos musicales, llama la atención de la BBC de Londres y estudia con los dos más grandes chelistas que el mundo conoció antes que a ella: Pau Casals y Mstislav Rostropovich.

Hay un momento de particular brillo: el 21 de marzo de 1962, con 17 años, la hermosa adolescente se sienta con su instrumento entre las piernas y toca el Concierto para chelo, de Elgar, con la Sinfónica de la BBC y Rudolf Schwartz en la batuta. El Royal Festival Hall es testigo, así, de la mejor interpretación jamás oída de esa pieza y del momento en que el genio de esta chelista toma estado público. El concierto de Elgar parece escrito para ella. Lo toca una y otra vez, y la obra parece de ella. Apenas tiene 20 años y la discográfica EMI la contrata para su grabación, con la Sinfónica de Londres y el insigne director John Barbirolli. El disco es, para muchos, la interpretación definitiva de la pieza.

Pero a esta historia nada le falta. Tiene música, genio y belleza. Así que también ha de tener amor. ¿Quién ha de corresponderle a esa resplandeciente y hermosa chelista, que va a enamorarse en plenos años ’60? Nadie más que otro músico talentoso, procedente de un lugar exótico (Argentina, por ejemplo), que ya destaca como pianista y director. Ese hombre lo tiene todo para conquistarla, y así lo hace. Juntos son la pareja perfecta. Se casan en 1967, apenas un año después de conocerse, y la boda se realiza en Jerusalén. La intérprete se convierte al judaísmo por su esposo y a la fiesta acude la primera línea de la cultura mundial: nadie quiere perderse tanto brillo. La pareja de músicos es lo que el mundo quiere. Ella se pone a sus órdenes para, una vez más, interpretar las cámaras el concierto de Elgar. Otra vez la versión es magnífica y ellos, tal como las lentes lo retratan, ofrecen un espectáculo aparte: el de sus miradas. Se podrá decir, años después, que él se benefició de la fama de ella o no estuvo a la altura en todo momento. Pero esos ojos que se miran mientras hacen sonar la música eximen de toda duda.

Y es entonces cuando la sombra apaga la luz. La chelista, el pianista y sus amigos van de gira deslumbrando a todo auditorio cuando esto sucede. El prestigioso director Leonard Bernstein cree que se trata de un ataque de nervios. Pero no: es una noche de mayo de 1972, en Nueva York, y la gran chelista desespera. No siente sus dedos. Algo sucede y el diagnóstico posterior lo dice en dos palabras: esclerosis múltiple. Es la tragedia la que ahora se hace oír. “Creíamos que la belleza iba a ser eterna. Nadie esperaba que fuera a dejar de tocar a los 28 años. Tan sólo 28 años...”, dice su amigo Christopher Nupen.

Todo se derrumba, entonces. Imposibilitada de tocar, pues sus manos no le responden, sólo le resta enseñar a algunos los secretos del violonchelo. Sobrevienen oscuros episodios familiares (su cuñado la seduce, su marido, si bien la apoya, ha empezado a buscar refugio en otra dama), sazonados con reconocimientos póstumos y una tristeza en caída libre. Confinada a una silla de ruedas, finalmente, muere en 1987.

Su esposo, el pianista y director Daniel Barenboim, le toma la mano en el suspiro final. “Amadísima esposa”, escribe a los pocos días en su lápida. Una rosa, símbolo de lo que regaló abrazada a un violonchelo, fue bautizada luego con su nombre. Es una flor delicada y hermosa, y se llama Jacqueline Du Pré.