Por Catherina Gibilaro
Querido padre Kessler: puedo llamarlo así porque tengo compasión por mis semejantes, aun cuando se equivocan. Y usted lo hizo de manera muy lamentable. Desde su púlpito seguramente predica una cosa y en el cotidiano vivir se comporta de otra.
Me invadió una gran tristeza y, por qué no, indignación el hecho de que usted no haya querido administrarle el sacramento de la eucaristía a una pequeña que padece el síndrome de Down. Veo que las enseñanzas de Cristo no fueron asimiladas, más bien ignoradas. Por las dudas, le recuerdo una sola: “Dejad que los niños vengan a mí”. En su misericordia infinita, Jesucristo no preguntó nunca –estoy segura– si un pequeño distinguía un pedazo de pan de una hostia. Los aceptó así como son, puros.
Le cuento. Mi primera comunión la hice en Italia a los 7 años, en 1954. En esa época nos enseñaban los rezos y los cánticos en latín. No entendíamos el Padrenuestro y del Pater Noster inicial no pasábamos, y repetíamos la oración como loros, en automático. Pero a nadie se le ocurrió negarnos la primera comunión.
Cuando tomé la hostia sentí una emoción enorme. Tal vez la chiquita Down no pueda experimentar lo mismo, pero es hija de Dios a través de la fe de sus padres. Tal vez con el amor de ellos haya aprendido un Padrenuestro en español, pero esto tampoco a usted le importa. Además, querido padre Kessler, esto no es importante para Dios.
Le cuento un episodio del cual he sido testigo. En 1981, cuando me desempeñaba en el Vaticano como periodista, un sacerdote con una concepción de la religión parecida a la suya no quiso bautizar a un nene porque sus padres no estaban casados por la Iglesia. Cuando esto tomó estado público y se enteró el entonces pontífice Juan Pablo II, no sólo le dio un tirón de orejas, sino que él personalmente fue quien bautizó al chiquito diciendo que se trataba de un inocente.
Yo en su lugar, padre Kessler, hubiera tomado de la mano a la pequeña y me hubiera acercado a ella con gran amor, suministrándole la hostia. Ella más que nadie, desde su candor –si conociera un chico Down comprendería lo que le digo–, merecía su dedicación especial, porque es una pequeña especial.
Tal vez usted no sabe que aquí en Mendoza –claro, usted está en otro mundo y no sabe lo que pasa en otras diócesis– hace más de 30 años que se preparan chicos con diferentes discapacidades para tomar la comunión. Sería bueno que lo hubiera conocido y así aprendido que todos los seres humanos merecemos el máximo respeto.
Fíjese que yo lo siento hacia usted. Estoy segura de que un error tan garrafal no volverá a repetirlo. Tal vez Dios quiso ponerlo a prueba. No pasó el examen, pero Él no lo excluye de entre sus hijos, más allá de que no haya aprendido sus enseñanzas.