En Confesiones, San Agustín cuenta su llegada al monasterio de Milán. Entonces era un joven de 30 años y aún lo asolaban ciertas dudas. En el monasterio se encontrará con San Ambrosio, antiguo prefecto de la ciudad y consejero de emperadores, quien lo va a iluminar en la fe cristiana para finalmente bautizarlo en abril de 387. Todo esto tiene que ver con la historia de Agustín, pero hay un párrafo en el capítulo III, del libro VI de sus Confesiones, que trasciende lo personal. El párrafo se titula De las ocupaciones y estudios de San Ambrosio y habla del modo en que leía su mentor: “llevaba los ojos por los renglones y planas, percibiendo su alma el sentido e inteligencia de las cosas que leía para sí, de modo que no movía los labios, ni su lengua pronunciaba una palabra”. San Agustín lo cuenta con asombro y es natural que se asombrara: en el siglo IV todo el mundo o, para ser más precisos, los pocos que sabían leer, lo hacían en voz alta, era el único modo posible de seguir un texto que carecía de signos de puntuación, con palabras sin minúsculas ni mayúsculas y unidas entre sí. En aquella humilde celda de aquel convento de Milán, el joven Agustín fue testigo y dio testimonio de un momento clave en la historia de la lectura. Leer en silencio, sin oír una sola palabra, significa que la mirada prevalece sobre la audiencia, no dependemos del tono y el ritmo de quien lee y nos lee, sino de la íntima y silenciosa comunión entre el yo lector y el autor de ese texto. En el 549 a.C., el tirano Pisístrato tomó por tercera vez el gobierno de Atenas. Era un monarca interesado por el arte: ordenó la construcción del primer teatro ateniense, por lo que se lo considera un precursor de la tragedia griega, y dispuso que se transcribieran sobre rollos de papiro los versos de la Ilíada y la Odisea, que desde hacía trescientos años se transmitían oralmente de generación en generación. Dos siglos antes, los versos sumerios de la Epopeya de Gilgamesh ya habían sido transcriptos, aunque no sobre rollos de papiro sino sobre tablas de arcilla. No hay un solo documento que demuestre que los contemporáneos de esas obras hayan leído en silencio las hazañas de los héroes homéricos o las proezas del rey Gilgamesh y su amigo Enkidu, de ahí que sea un hito histórico el modo de leer de San Ambrosio descripto por San Agustín: sobre lo que se escuchaba prevalecía lo que se miraba Los signos adquirían su verdadera dimensión, ya no importaba el tono de la voz, el modo en que se decía, eso quedó reservado para el teatro, sino la pura palabra escrita, el conjunto de las palabras que constituían el texto.
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