Pinceladas urbanas de una joven promesa de la pintura mendocina

Por UNO
En el imaginario colectivo, los artistas son seres que habitan planetas extraños. Rodeados de su propia atmósfera, sin la cual no podrían sobrevivir, introvertidos, atormentados, más cercanos a la locura y la poesía que cualquier otro ser terrenal. Pues ese es un cliché que se cayó a pedazos al entrevistar a la entusiasta, extrovertida, alegre, verborrágica y luminosa pintora mendocina Natalia Sánchez Valdemoros.

Iba y venía, acomodaba los pinceles, corría los cuadros, se preocupaba por la fotografía. Trajo algo para tomar. Entró y salió con la velocidad con la que una niña prepara un juego.

“Pasen, el perro no hace nada, pero los va a cargosear. Es cariñoso”, dijo.

El perro se acerca y se esconde, es todo lo tímido que su dueña no es. Al ingresar a un amplísimo departamento de la calle Emilio Civit, el paisaje entraba primero que el sol por las ventanas. Pero es cierto lo que Natalia se encargó de aclarar antes de que se lo preguntaran:“Este no es mi atelier, es un lugar de trabajo improvisado en la casa de mi mamá, a la que le sobra lugar. Tuve que armarlo porque me quedé sin taller. La Municipalidad de Capital me prestaba un espacio, pero después de la muerte de Víctor Fayad, se decidió no prestármelo más. Una pena, era un hermoso lugar que habíamos arreglado con mi marido y mi mamá con mucho amor. Pero bueno, ya está”.

Vale la pena detenerse en la frase“ya está”. No es nada falsa, nada rebuscada. Es cierta, totalmente cierta. Ella no parecía resentida y dijo que de todo lo negativo obtiene algo positivo: “El hecho de armar mi taller en la casa de mi madre me dio espacio y tiempo para terminar los cuadros de la exposición”.

A lo que se refirió fue a la invitación que recibió para exponer en la galería Zurbarán, de Buenos Aires, donde grandes artistas argentinos lo hacen y cuyo propietario, Ignacio Nacho Gutiérrez Zaldívar, la convocó a participar.

“Quince cuadros tuve que terminar para la exposición. Si no me hubieran dado una mano con Teo –su hijo de dos años y medio–, no podría haber hecho este esfuerzo”, aseguró.

Sin embargo, esta artista que se define como una amante del urbanismo –característica quizás heredada de su título de arquitecta– sigue extrañando su atelier, que funcionaba en un subsuelo de la Estación de las Artes, en Belgrano y Las Heras, Ciudad. Se dedicó a arreglarlo, mejorarlo, lo acondicionó y lo disfrutó muy poco tiempo, porque después le pidieron que lo devolviera.

De todas maneras, al arte lo lleva consigo como una parte de su cuerpo. Con todo y sus cuadros, dibujos y bocetos, mudó su dirección artística a su casa materna.

En ese departamento, no hay rincón que no tenga un cuadro de Natalia: desde los primeros trazos hasta los últimos, todos están enmarcados y exhibidos con orgullo. “Solamente mi mamá puede guardar estos cuadros míos”, bromeó la artista mientras hacía un recorrido por sus etapas pictóricas, desde las más inocentes de la infancia hasta las que muestran su talento actual y se asemejan a las que están en la muestra de Buenos Aires.

En sus telas, se asoman fachadas de edificios. En algunos, se abren ventanas que guardan pequeños mundos. En otros, las persianas caen como párpados protegiendo identidades imaginarias.

La niña que pintaba

 –¿Cómo surgió su gusto por la pintura?

–De niña, siempre quise pintar. Hasta los 14 años fui a un taller de pintura. Ese espacio era para chicos de hasta 11 años. A los 14 le dije a mi mamá ‘yo no voy más’ y ella estuvo de acuerdo. Cuando iba a salir de la secundaria, a los 17, pensé en estudiar arquitectura, porque me gustaba. La primera mitad me encantaba. Pero la segunda etapa, donde todo tiene más que ver con cálculos, porque la carrera está más relacionada con la ingeniería, no me gustó tanto. Pensé en volver a pintar e inscribirme en bellas artes.

–¿Lo hizo?

–¡No, mi madre me lo impidió! (se ríe). Me dijo que ya estaba cerca del final de la carrera, que la terminara y ella me pagaba los mejores maestros de pintura. Y así fue. La idea era terminar arquitectura y empezar bellas artes.

–Fue lo que hizo entonces.

–Absolutamente, acepté el “negocio”. Terminé la carrera y me puse a estudiar con mis dos maestros Guillermo Garrido y Martín Villalonga, los mismos que tengo hasta ahora, porque tomar clases con ellos es una de mis grandes satisfacciones, me fascina. A duras penas me recibí, pero me dediqué a pintar. Nunca ejercí la arquitectura.

–¿Estudió bellas artes?

–No, al final no estudié bellas artes ¡Tenía suficiente con lo que había estudiado en arquitectura! Era muy pesado y me quitaba tiempo para pintar. Además, yo tomaba clases varias veces a la semana.

–¿Siente que igualmente le sirvió estudiar su carrera?

–Me gusta haberla terminado, porque cerré un ciclo. Además, ahora hago fachadas, entiendo mucho de composiciones arquitectónicas y eso se refleja en mi obra.

Vivir del arte

–¿Cree que el Gobierno lleva adelante una buena gestión en cuanto a la cultura y en particular, al arte?

–Yo rescato la parte positiva, al menos las intenciones están. Hay que incentivar la aprobación en la provincia de la Ley de Exportación  de Obras de Arte. Los artistas locales necesitamos que se agilice el trámite para poder vender con mayor facilidad. En Buenos Aires, el trámite se hace en un día. Desde acá, demora un mes y medio.

–¿Cómo fue que llegó a formar parte de la galería Zurbarán?

–Lo conocí a Nacho –Ignacio Gutiérrez Zaldívar– en una subasta realizada en el Sheraton a beneficio del hospital Notti. Éramos muchos artistas y yo participé como una más. Yo no lo conocía ni él a mí. Se topó con mi obra y desde entonces trabajamos juntos. El trato con los artistas en Zurbarán es excelente. Tienen el mejor equipo y te proporcionan acceso a catálogos que una jamás podría conseguir de otra forma.

–¿Es redituable dedicarse a pintar? ¿Se puede vivir de esto o sólo lo es para dos o tres artistas que llegan a hacerse conocidos y para los demás no?

–Sí, se puede, ¡pero es tan irregular nuestro trabajo! Hay meses que son tan buenos y otros que no. La única clave está en saber administrarse, eso es algo que a los artistas nos cuesta mucho.

–¿Qué circuito de venta le da mayores resultados?

–Yo tengo dos circuitos, el de la galería, que es muy cómodo porque uno sólo tiene que hacer lo que le gusta, que es pintar, y el directo, el de quien me contacta y me pide una obra. En Mendoza, tengo bastantes clientes. Es tan chico que en poco tiempo, si te gusta un trabajo, tenés acceso al pintor.

–¿Tiene curiosidad por incursionar en alguna técnica que todavía no haya utilizado?

–Por ahora, me interesa la pintura. También he hecho algunas instalaciones e intervenciones urbanas, pero lo que yo quiero es seguir aprendiendo. Me encanta ser alumna y valoro mucho a mis maestros.

–¿Considera que existe una comunidad artística en Mendoza?

–No sé si hay una comunidad, pero sí hay un interés, hay compañerismo. Yo he tenido que pedir ayuda y me la han brindado incondicionalmente. Por ejemplo, una vez para armar una instalación y al no tener idea de escultura, empecé a averiguar y di con Chalo Tulián, un artistazo mendocino que yo admiro. Fue tan generoso, me abrió las puertas del taller, vino él al mío, me dio una mano grandísima, me presentó colegas.

–Qué buena experiencia, porque a veces a los artistas se los ve muy egocéntricos.

–A mí me ha pasado lo contrario. Igual, yo he tocado puertas, soy muy caradura.

–Se la ve muy extrovertida y abierta. Generalmente, a los artistas se los relaciona con ser introvertidos, muy de fomentar sus mundos interiores.

–Yo soy muy abierta, en mi obra me gusta retratar la urbanidad.

Estilo urbano

–¿Cómo definiría su estilo?

–Sin encasillarme, puedo decir que soy figurativa, porque por más de que vos veas manchas en mis cuadros, encontrás figuras. En esa definición, es en la que me siento más cómoda. Siempre he pensado que si te surge una idea y está buena, hay que hacerla y no descartarla sólo porque no vaya en tu línea.

–¿Cuando empezó, qué tipo de obras hacía?

–He pasado por la abstracción, la figuración, el realismo. Eso es bueno, porque te da mucha libertad para hacer lo que quieras después.

–¿Cómo siente que la han influenciado sus maestros?

–Mucho y me gusta eso. Desde niña, cuando estudiaba con mis primeras maestras Miriam Palotti y Silvia Báez. Después Villalonga y Garrido, y mis compañeros de ese taller. Tener con quién debatir es muy importante y positivo, porque la mirada del otro es vital en esas circunstancias. El artista, por lo general, está muy solo en su taller, pero contar con alguien que habla tu mismo idioma es importantísimo.

–En cuanto a su vida personal, ¿cómo hace para combinar la demanda de la maternidad, sobre todo con un hijo pequeño, y su actividad?

–La verdad es que tengo mucha ayuda de mi madre, que me brindó su departamento cuando me quedé sin mi atelier. Su apoyo y el de mi marido me dejan mucho tiempo libre para pintar.

–¿Cómo se organiza para producir su obra, se deja llevar por la inspiración o su trabajo es más bien sistemático?

–Combino las dos formas. Cuando hay un momento de inspiración, hay que aprovecharlo. Pero si no hay tanta inspiración, hay que confiar en el trabajo.

–¿Tiene algún desafío artístico?

–Un desafío no, pero un sueño sí: que mi obra perdure en el tiempo es lo que más me gustaría.