Las calles y edificios de la parte oriental (soviética) parecían congelados en el tiempo, con un subte de madera que apenas funcionaba, mientras que del otro lado, el occidental, Berlín hacía alarde de su modernidad.
Con solo caminar unas cuadras y cruzar el lugar donde estaba la larga pared, uno podía ver autos antiguos, viejos, que se mezclaban con modernos Mercedez Benz.
Debajo de las Puertas de Brandeburgo, una de las más antiguas entradas a Berlín, se vendía pedazos del muro, a un precio accesible, en largos mesones donde además se exhibían fotos históricas, trajes militares, gorras e insignias soviéticas, entre otros elementos. Todo era parte de un festejo con aroma a libertad.
Para seguir incursionando en la historia, se podía visitar el Museo del Muro, que exhibía objetos que utilizaba los alemanes, para cruzar ese paso fronterizo levantado. Obviamente, después de un recorrido histórico, la idea fue tomar una cerveza y comer un buen chucrut.