Por Marcela Furlanofurlano.marcela@diariouno.net.ar
Por Marcela Furlanofurlano.marcela@diariouno.net.ar
La ciencia, en términos generales, me ha decepcionado. No es sólo que hace días Stephen Hawking saliera a decir, como si nada, que no existen los agujeros negros –ya no se puede creer en nada– sino que la ciencia y sus acólitos tienen muchas deudas pendientes con la humanidad.
Que alguien me explique cómo hemos sido capaces –yo no, por supuesto, que todavía no entiendo cómo funciona el mecanismo del control remoto– de llegar a la luna y no conseguimos inventar que la cebolla no haga llorar. Todo muy lindo con Pablo Neruda y su Oda a la cebolla, cuando dice: “Al cortarte el cuchillo en la cocina sube la única lágrima sin pena”, pero creo que más allá de su amor por la gastronomía a él se le daba mucho mejor la poesía, porque cuando uno padece la bendita cebolla muy a menudo lo que menos quiere dedicarle son versos.
Pero en la precisión quirúrgica de sus palabras hay que reconocer que aquello de “lágrima sin pena” de su poema es irrefutable, aunque en lo personal esas lágrimas bastardas de sentimientos me molestan, pudiendo llorar uno por causas más nobles que una simple tarta de cebolla y atún, por más buena que salga.
La industria alimenticia es una de las que más han avanzado. Tenés yogures que te dejan los huesos más fuertes, te hacen ir al baño, te mejoran el humor, te aportan vitaminas, hierro y otros elementos que sólo me suenan de la tabla periódica y todavía no inventan cómo hacer que el coliflor no tenga ese olor asqueroso cuando lo hervís. Hay que ponerse las pilas, muchachos, y dedicarse a los grandes temas. Menos papas fritas con gusto a queso azul y toques de hierbas silvestres de la campiña francesa y más ayuda concreta para que cuando intentemos darles coliflor a nuestros retoños (como buenas madres preocupadas por su sana alimentación) no lo rechacen porque “tiene olor a pedo”.
Una amiga me aportó otra inconsistencia científica: ya hay carteras “buchonas” que mandan mensajes de texto cuando sacás muy seguido el monedero, merced a complejos dispositivos –hasta avisan por el mismo medio cuando andás cerca de una zona de actividad comercial– y las sandías siguen viniendo con esas semillas enterradas en la parte carnosa que empañan lo deliciosa que es.
Se ha hecho impostergable ordenar las prioridades de las universidades y sus investigaciones.
Los sabores extraviados
Encima, la agroindustria ha avanzado tanto en el campo de la estética que los nostálgicos del sabor la pasamos verdaderamente mal. Los tomates, por ejemplo, se ven como tomates, nada más que con unas hojitas un poco raras y de un color más intenso, pero con un gusto que nada tiene que ver con el tomate. Me acuerdo que mi mamá hace muchos años en la finca (que era de frutales) hizo una pequeña huerta. Los tomates que obtuvo tenían un sabor que me cuesta encontrar, sólo en alguna que otra verdulería de barrio y con mucha fortuna.
Y una suerte muy parecida corren las manzanas, las naranjas (algunas han derivado a una textura esponjosa, asquerosa), las peras –eternamente verdes, ¿cuándo maduran?– y otras tantas frutas de formas y apariencias perfectas, pero un gusto que el paladar difícilmente reconoce.
Inventos extrañosY mientras tanto, siguen apareciendo avances que a mí no me mueven la aguja. Concretamente en el mundo de la cosmética compiten las cremas anticelulitis y antiage, cuando todas las mujeres sabemos que estos dos fenómenos tienen algo en común: una vez que llegan, andá a sacarlos... Además las arrugas –en definitiva la vejez– sigue siendo el puerto al que nadie quiere arribar, pero para el cual todos sacamos pasaje.
Pero en estos días lo que me mató fue una crema que se vende como 3.0. ¿Qué es eso? Yo pararía acá, hombres de ciencia, antes de que el lápiz labial venga con Window.