"Escoleosis", la columna torcida de Ariel Robert

Es incómoda. Antigua. Vetusta. Suena vieja y antipática, por lo cual tiene, como se dice en la actualidad, mala prensa. Su perfume a naftalina es lo que ha impedido que se apolille, pero no somos capaces de vestirla, precisamente, por el olor que despide. Si revisamos con sagacidad en el ropero de los medios de comunicación y en las perchas de los discursos políticos, sociales y hasta religiosos, podremos ver que en vez de mala prensa lo que tiene es poco espacio, escasa discusión y o nula presencia. Me refiero a la cuestión moral. Alguien alegará que es un tema desaparecido por un motivo esencial: no vende.

La moral no vende. Argumento irreductible. Si no vende, no funciona. Incontrastable.

Una consulta que realizamos en estos medios, arrojó que la mayoría de quienes participaron, consideran que los problemas de seguridad existentes; que esa violencia inaceptable e incomprensible obedece a la pérdida de valores. Esta valoración, permítame la redundancia, posiciona a esta ausencia de valores, como principal causa de las tragedias cotidianas. Y esto no exime de responsabilidades a funcionarios, jueces, policías, sino que delata que no alcanza con dictar más leyes, acentuar las penas, incrementar las sanciones ni culpar al otro. Tampoco bastará con cambiar los circunstanciales actores de la escena dirigencial. Resumen: es una cuestión de carácter moral. Una especie de lección, que también debe alertarnos a quienes trabajamos en periodismo.

Deben existir demasiados motivos para la reversión de esos valores, o para la fuga del concepto moral. Paul Virilio, desde hace varias décadas y siguiendo el camino trazado por Walter Benjamin, le asigna a la velocidad gran responsabilidad sobre lo que nos ocurre como sociedad. El espacio asignado a esta columna -vaya paradoja- no permite que desarrollemos ese aporte filosófico, pero me conformaré ejemplificándolo con lo ocurrido el pasado 27 de abril. En una sola jornada, en tiempo record, el papa le dio categoría de santos a dos papas anteriores. A Juan 23, y al polaco Juan Pablo II. Jamás antes un santo había llegado a serlo con tanta celeridad. Pasaron apenas nueve años desde que Karol Józef Wojtyła falleció, cuestión que debieron apresurarse y mucho para reunir los antecedentes, entre los que se tienen que demostrar dos milagros. Lo hicieron. Santa velocidad, hubiese escrito el guionista de Batman.

Para el caso de Juan 23, faltaba documentar un milagro para alcanzar la santidad, tal como indican las tramitaciones y procesos clericales del catolicismo. Sin embargo, parece que Francisco no pierde su esencia de Argentino y encontró el método para omitir ese requisito y santificar también a Ángelo Roncalli.

Acepto que seré irrespetuoso, pero convengamos que fue un clásico dos por uno. Un analista de asuntos políticos del vaticano asegura que esa gambeta del argentino, fue para amortiguar la enorme repercusión que cobraría la figura de Juan Pablo Segundo, entonces sumó también al papa bueno, ahora como santo.

Bien podemos concebir que estamos atravesando la moral del apuro. No es tan relevante el asunto sino la rapidez con la que se consigue.

En un mismo día, el papa de la gente invitó al papa que abdicó, para que el papa viajero y también el papa bueno, consigan la categoría de santos. Cualquier nutricionista nos indicaría que es un exceso de hidratos de carbono, 4 papas en apenas un rato.

Empapados de santidad, bien podríamos repensar algunos aspectos de la actualidad. Consumir con tanta premura mensajes espirituales, vislumbro no es muy sano, parece que el alma de la sociedad, no alcanza a metabolizarlos.