La indeterminada longitud de nuestra existencia individual es la principal causa de muerte. Eso de no saber, nos mata.
Si bien aún no se conquista el sueño de Gilgamesh, debemos coincidir en algo: el autor de lo que se conoce como el primer poema épico viene logrando el cometido que le confirió a su personaje Gilgamesh, ese rey que desafió primero a la paz de su pueblo y luego a los propios dioses, hasta comprender que era mejor regresar y transformarse en buena gente que cumplir el sueño de no perecer jamás, a costa de vivir sumido en el combate contra la tristeza.
A su manera, Shin-eqi-unninni ha vencido al tiempo. Lleva más de cuarenta y siete siglos viviendo detrás de su personaje, y además de consagrarse en el autor más antiguo del que se tengan antecedentes, es sabido que a partir de él nuestra idea de prolongar la vida por siempre, es un pensamiento plagiario. Nada original, poco creativo.
Hasta hoy y a pesar de los enormes avances de la medicina, de las ciencias genetistas, de las tecnologías, de la cibernética, venimos fracasando. Sin embargo la esperanza y la tozudez le vienen ganando al desánimo que podría provocarnos la evidencia. La veleidad intelectual se desvanece ante la mínima posibilidad de ganarle a la muerte.
El recurso que solemos encontrar como sustituto a nuestra propia -y por ahora- inevitable desaparición es la prolongación por otros medios. Desde la idea de José Martín, aquella resumida en tres acciones: sembrar un árbol, engendrar un hijo y escribir un libro, hasta las más presuntuosas, me refiero a las de los faraones, a las de los arquitectos e ingenieros mayas, aztecas e incas, aunque carentes de matrículas, que saben pervivir a través de sus monumentales e inamovibles recuerdos pétreos. Obras que subyugan. Que aceleran las pulsaciones, ya sea por la emoción que provoca pensarlas o por la dificultad que ofrecen escalarlas sin el debido entrenamiento.
Al parecer y desde lo discursivo tenemos plena consciencia de la enorme gravitación que existe gracias a las industrias blandas; su relación con la prosperidad, el bienestar social, y a partir de ahí hacemos loas de la economía naranja, pero lo que se advierte, y no sólo de parte de los gobiernos que ocupan el Estado, sino además del sector privado, es que cuando se trata de invertir en asuntos tales como las principales manifestaciones del arte, no pasa naranja. Y no es que no haya inversiones ni adquisiciones. Las hay, pero para un aprovechamiento muy de élite, no sería exagerado si decimos que el propósito es mezquino. Algo que en otros países, más , igual y menos desarrollado, no ocurre. Hay lugares en los que el interés por lo propio, por sus figuras y sus obras se traduce en depósitos concretos. Moneda nacional y tarjetas.
Vino Julio a finales de noviembre y principios de diciembre. Vino gracias al vino. Me refiero a Le Parc, uno de los artistas plásticos de mayor envergadura no sólo por la cotización de su obra, sino por su estatura intelectual y su vehemencia creativa.
Aunque debe estar fatigado de tanto reiterar que no nació en Palmira, aunque su segunda infancia transcurrió allí y él se esmera en agradecer, no se cansó de cumplir con una agenda intensa. Tomar contacto con ese enorme artista que ayudó a la transformación del arte occidental desde el epicentro de las artes, en aquel mayo francés, y poder ser testigo de su tolerancia auditiva y de su humor, provoca sensaciones encontradas.
Podríamos suponer que el prestigio que alcanzó hubiese sido impensado de quedarse por estos pagos. Pero también podemos especular que la Argentina fue el ambiente propicio e inspirador para que le diera empuje a su capacidad y desde aquí se estimuló su talento que luego multiplicó en Europa y desplegó en todo el planeta. Como de rigor en una sociedad tracción a envidia habrá quien le encuentre explicaciones esotéricas y azarosas a su performance, pero eso forma parte del entretenimiento más estático y conservador, algo que se lleva mal con lo abstracto.
Las crónicas de expertos en enología y en diseño describirán con mayor rigurosidad las bondades del Antología Vino Julio Le Parc, un Malbec 2012 concebido por Mariano Di Paola, contenido en una presentación que contempla la estética de la obra Desplazamiento del artista que vive en Francia desde hace décadas. Lo que elijo como una otra curiosidad es que el nacimiento de este proyecto, en el que convergieron el arte de los Le Parc (Julio y su hijo Yamil ) con el de la plástica -también mendocina- Florencia Aise y el periodista Marcos Álvarez, quien reside en Miami, se produjo en el PAMM.
El PAMM es el Pérez Art Museum Miami. Un edificio de 20 mil metros cuadrados. La belleza compite con lo imponente del museo y el valor de sus obras. Y sí, aquí por el Sur como en el Norte despiertan curiosidad la magnitud y belleza del lugar, pero más aún: el nombre. El nombre oficial tal como puede leerse en la placa es: Jorge Pérez. Sin esforzar demasiado la vista nos enteramos de que no se trata de un escultor eximio y olvidado. Ni de un muralista americanista. Jorge Pérez es un magnate, hijo de cubanos, que pasó parte de su juventud en Colombia, que lo llaman el Rey de los Condominios y que nació en 1949 en Argentina, como indica cualquier leyenda verosímil.
Claro. Hubo enormes cuestionamientos a que en vez de llevar simplemente el nombre de la ciudad, esa que donó el inmenso terreno del Parque Bicentenario, frente a la Bahía Biscayne, fuese bautizado como Jorge Pérez. Ocurre que el afortunado dotó con 40 millones de sus aproximados 3 mil millones de dólares al museo. Argumento suficiente para que la decisión fuese irrevocable.
Absorbió toda crítica respondiendo que así como Rockefeller y tantos otros prestaban sus nombres a grandes construcciones, esto pondría de relieve la participación activa del mundo hispano, contribuyendo al buen nombre y prestigio de Miami.
Cabe destacar que el costo total, sin contabilizar el terreno, para la existencia del PAMM ascendió en 2013 a la cifra de 167 millones de dólares. Cien de los cuales fueron aportados por decenas de benefactores. Esos nombres también figuran en la placa de fundación. Obvio, con tipografía más pequeña.
En cuánto disminuye la angustia por la imposición de nuestro nombre sobre una placa de bronce, no podríamos mensurarlo. Pero sí asegurar que lucen mejor y es más agradable leer esos nombres y apellidos en un esplendoroso museo, que en el jardín que a pesar del verdor, no puede simular que es y será un apacible cementerio.
Leer el nombre de uno seguramente puede vitalizar y devuelve aunque tímidamente parte de la razón por la cual pasamos por este mundo, durante un lapso incierto, sí, pero siempre con la aspiración de Gilgamesh.
Huir de la donación, evitar la contribución, fugarse en el momento de aportar para un fin tan edificante como la promoción del arte, no es análogo a cultivar el perfil bajo, eso se parece mucho más a la miserabilidad, ejercicio que se practica con eficiencia por nuestros pagos.
Tal vez no sea tan atractivo pensar vivir en tiempo incontable como sí transitar la vida con parecida elegancia, similar entereza y acaso con la mitad de humor y humildad con la que se muestra Le Parc, en su versión de Julio.
Comprobación fáctica de que lo único eterno es: cada instante.