Escoleosis, la columna torcida de Ariel Robert
Escoleosis, la columna torcida de Ariel Robert
El árbol genealógico de la tecnología, producto de la investigación, el arduo trabajo de científicos pero también con el aporte insoslayable del azar, no responde exactamente a los cánones de la naturaleza tal como surge del estudio botánico de los árboles vegetales. La cronología de sus frutos es menos previsible y de alguna manera más caótica. Cada descubrimiento y cada avance de esas manifestaciones científico-técnicas, no guarda un orden cronológico como el consabido “nace crece se reproduce y muere”. Y tampoco hay claramente un padre o una madre que dé origen a un sucesor. Por esto, solemos sorprendernos cuando conocemos la breve distancia en tiempo que hay entre el desarrollo de algunos elementos y artefactos que suponemos sucedáneos.
Vale como ejemplo contundente que la configuración básica de la bicicleta con sistema de transmisión de cadena data de 1885, mientras que el primer vehículo a vapor creado por el francés Nicolás Cugnot, arrancó en 1769, casi un siglo antes que el sano transporte al que tan poco uso le damos en Mendoza y por lo cual en vano hay cuadras de bonitas pero inhóspitas ciclovías. Esto en nuestras mentes tan esculpidas por la cultura lineal nos provoca sorpresa o incredulidad, lo admitimos como si nos dijesen que primero se construyeron las cárceles y luego nació el oficio de delinquir.
A propósito, con el desarrollo de los medios y métodos de comunicación mediada ocurre algo parecido. Algo nos lleva a suponer que la televisión es el sucedáneo de la radio. Si bien comparten importante cantidad de coincidencias, el origen y los fines perseguidos fueron originariamente paralelos. Aunque haya sido el telégrafo un pariente protagónico en la vida de ambos, los procesos de desarrollo no se maridaron.
La televisión debe su nacimiento al selenio, elemento químico descubierto en 1817. 53 años después, se detecta, gracias al selenio, que se podía crear una corriente eléctrica a partir de la luz. Este hallazgo estimuló la inquietud para que luego se desarrollase lo que se conoce como el disco de Nipkow, dispositivo que permitió la captación y emisión de imágenes. Factor desencadenante del fenómeno de transmitir hechos visuales y sonoros a distancia, simultáneamente llegando a lugares diversos y distantes. Ni salas estáticas y tiempos muertos. Ni películas fotográficas proyectadas a gran velocidad para que den noción de movimiento, sino el mismo movimiento transferido desde un lugar hasta otro, reales, diríamos hoy. O sea, la diferencia no era sólo de carácter mobiliario.
Otra rama caprichosa de ese árbol de la tecnología es que mientras la radiofonía que es casi melliza, tuvo una expansión veloz y una penetración popular y gravitante, la televisión iba por un camino tímido y lento. Tanto que en la segunda guerra mundial, la hermana sonora sirvió como nunca a los propósitos bélico - políticos de las potencias, lapso en el que la televisión eligió interrumpir sus emisiones regulares. Quizás luego la historia nos demuestre que fue una cuestión de pudor y dolor, no hubiese sido grato tener que ver tanta demencia criminal en directo.
Hoy, resulta inconcebible la vida sin televisión. Podrá resultar exagerado, pero es incontrastable. La relación social, familiar, educativa, afectiva, informativa, estética, deportiva, recreativa está atravesada por esta manzana rectangular, fuente de tentación pecaminosa y sabiduría. Universo de miserias y alegrías. Mañana, Mendoza cumple años, 53, 53 años de televidentes, televisores. 53 años de experimentar lo que ocurre lejísimo, pero que vivimos en el living de nuestras casas. Tiempo en que empezamos a mirar a la distancia, pero también, momento inicial para que los mendocinos pudiésemos mostrar un rostro y una voz reconocibles en otras geografías y pantalla que sirvió para reconocernos y aceptarnos a nosotros mismos.
Demonizada y santificada, la televisión es un vínculo hoy indispensable, una bisagra pero a la vez, una puerta. La decisión de entrar o de salir, depende de cada uno. El árbol da sombra, tanto como permite la luz. Lo que es indiscutible es que necesitamos de su respiración para nuestra propia respiración.