Que un pueblo mendocino quede marcado como parte de la ruta del narcotráfico internacional parece increíble. Pero ocurrió. En Palmira, nadie quiere acordarse de aquel amable extranjero.

Las mulas de Palmira

Por UNO

El extranjero llega al hotel del pueblo y le dice al encargado: “Le dejo 100 dólares para que me guarde una habitación. Antes de alojarme, voy a dar una vuelta por la zona para ver si conviene que me detenga aquí o que siga viaje”. El hotelero va a visitar al carnicero y le dice: “Tengo 100 dólares para pagarte algo de lo que te he sacado a cuenta”. El carnicero recibe el pago y va hasta el frigorífico, donde cancela 100 dólares de su deuda. El dueño del frigorífico entonces le paga 100 dólares al estanciero, al que le debe varias cabezas de ganado. El estanciero aprovecha ese dinero para pagarle a la muchacha que suele satisfacer algunos de sus caprichos sexuales. La mujer resuelve ir con esos 100 dólares hasta el hotel y cancelar la deuda que mantiene con el hotelero, quien suele facilitarle alguna habitación para sus encuentros. Al rato, el extranjero regresa de su recorrido por la zona y le anuncia al hotelero que no se quedará allí y que seguirá viaje. Entonces, el hotelero le devuelve los 100 dólares. Ese billete ha pagado varias deudas, pero es como si nunca hubiera existido.

Así como la historia de este billete es la del colombiano Toro, quien llegó un día, de pronto, de la nada y se instaló en Palmira, que era la ciudad empobrecida de la segunda mitad de los ’90. Puso una carnicería y un lavadero de autos, compró dos camiones, alquiló una casa y se instaló con su familia.

Toro tenía como 50 años. Era amable y simpático. Con sus emprendimientos les dio trabajo a varios jóvenes que deambulaban desorientados y eso lo transformó en poco tiempo en un hombre muy popular.

Para el común del pueblo, era simplemente un hombre que había llegado a dar trabajo. Nadie se preguntó por qué o, en todo caso, la mayoría no quiso averiguarlo.

Pasaron los años y, de pronto, un día se supo por qué el colombiano Toro estaba allí, en esa Palmira olvidada y en crisis que parecía condenada a desaparecer. Era 2002, última etapa del gobierno de Roberto Iglesias. Leopoldo Orquín era ministro de Justicia.

Una mañana, la Policía de Mendoza, la Policía Federal, la Gendarmería Nacional, la DEA y hasta Interpol dieron una conferencia de prensa en Mendoza. Allí contaron que el colombiano Toro había sido detenido después de años de investigación, que era parte de una red de narcotraficantes y que se dedicaba a reclutar jóvenes para utilizarlos como mulas y transportar heroína a Estados Unidos y Europa.

Los diarios del día siguiente tenían en sus títulos principales a Palmira y la “ruta de la heroína”.

Según se contó en ese momento, Toro detectaba y reclutaba a jóvenes que tenían necesidades urgentes de dinero y un horizonte estrecho, y les ofrecía llevar heroína a cambio de un buen dinero. Dicen que eran unos 15 mil dólares, un montón de plata para esa época de escasez y desempleo.

En esos años, los argentinos entraban sin demasiadas complicaciones a los países del hemisferio Norte y esto le permitía a la red que integraba el colombiano Toro tener una gran chance de ingresar la droga sin mayores complicaciones.

En un sector reducido de los jóvenes jarilleros se hablaba sobre la oferta de Toro y se rumoreaba que la mayoría de los que hacían de mulas cumplían su misión sin problemas y cobraban religiosamente.

Muy pocos eran detectados en los aeropuertos extranjeros. Decían que sólo se sabía de dos entregas frustradas, una ocurrida en España y otra en Nueva York.

Pero hasta esa mañana de 2002 nadie había hablado del caso abiertamente y la suerte de esos jóvenes que fueron descubiertos con heroína en el extranjero a nadie le había importando mucho, salvo a las familias de los detenidos.

Mientras todas las fuerzas de seguridad se jactaban del resultado de su trabajo, el colombiano Toro fue alojado en la U32. Su suerte parecía echada.

Sin embargo, un ducho abogado defensor se apresuró a pedir su excarcelación incluso antes de que se resolviera el procesamiento. Increíblemente, el pedido prosperó. Mientras todavía algunos festejaban su captura, al colombiano Toro se le otorgaba la libertad bajo caución juratoria.

Todo fue rapidísimo. Toro salió de la U32 y se subió al auto de su abogado, que estaba estacionado en la puerta. Fueron directamente hasta el Aeropuerto, donde se subió a un avión que lo llevó a Santiago de Chile. Allí hizo trasbordo y viajó hasta Medellín.

Apenas 20 horas después de que Toro saliera de la cárcel, un juez de cámara revocó el beneficio de la libertad condicional y ordenó que fuera detenido nuevamente.

Ya era muy tarde. El colombiano Toro ya estaba lejos, muy lejos. Nunca más se supo de él.

“Trabajé ocho años en ese caso. No quiero hablar de eso. Ni siquiera quiero recordarlo. Que te lo cuente otro”, dijo un malhumorado policía que vio cómo se esfumó tanto esfuerzo por una mala firma judicial.

Después vino el interés por la suerte que habían corrido los muchachos que fueron usados como mulas y que quedaron detenidos en el extranjero. No se supo mucho de ellos, salvo de un joven que logró regresar a la Argentina después de pasar casi dos años encerrado en una cárcel estadounidense.

Toro fue como el billete de 100 dólares: su presencia influyó en la vida de varias personas, pero de pronto desapareció. Fue como si nunca hubiera existido. Sólo quedaron las consecuencias de su paso.

Por allí hay algunos hombres que fueron aquellos muchachos usados como mulas para transportar la heroína. Incluso uno de ellos, aquel que fue detenido en Nueva York, hoy se esconde de un grupito de delincuentes comunes que, armados, intentan encontrarlo para matarlo o asustarlo y quedarse con su casa, ubicada en el barrio Ramonot…

Pero ésa es otra historia.