El sitio que había sido de los jesuitas pasó por distintas etapas. En una primera hubo abandono, pero luego se usaron los vestigios de lo que había habido allí como un testimonio de la historia

Cuando en las ruinas de San Francisco se entraba a caballo

Por UNO

Por Daniel SchávelzonArqueólogo urbano. Investigador principal del CONICET y profesor titular de la UBA

Cuando comenzaron los estudios para la restauración de las ruinas llamó la atención que las viejas inscripciones de las paredes estuvieran muy altas, lejos de donde llega la mano humana. Habían sido hechas desde la montura de un caballo que caminaba por encima del escombro. Es decir, hubo una época en que el lugar fue ciertamente de ruinas abandonadas y otro en que pasó a ser de ruinas controladas. Esta es la historia.

En 1861 un terremoto destruyó la ciudad de Mendoza. La violencia fue tan tremenda que no quedó un solo edificio en pie en la ciudad, construida en su mayoría en ladrillo y adobe. No vale la pena preguntarnos por qué habiendo piedra se usaba adobe, lo concreto es que las construcciones significativas quedaron parcial o totalmente destruidas y ninguna de ellas pudo recuperarse. Ese terremoto coincidió con un momento de grandes cambios en el país, 1861 no fue cualquier año, fue el del final de poder de los federales y tras Cepeda se consolidó el dominio de Buenos Aires sobre el resto del territorio. Esto había producido luchas en Mendoza en donde el cambio estaba a punto de efectuarse; el terremoto fue a la sociedad mendocino lo que la lucha armada al país, ya que permitió el recambio de autoridades y de modelo político. También hizo que la transformación de la economía agroganadera a vitivinícola se pudiera producir con velocidad y sin conflictos. Y lógicamente surgió el proyecto de una ciudad nueva donde los nuevos grupos en el poder pudiesen refundar la sociedad. Así la nueva ciudad creció con el impacto de la inmigración europea cubriendo las ruinas hasta trasformarlas en un barrio más. El lento retiro de materiales fue limpiando los terrenos para edificar encima: para finales del siglo XIX sólo quedaban los restos de dos iglesias: San Francisco y San Agustín por ser órdenes que los abandonaron para hacer iglesias nuevas sin tomar decisiones sobre las viejas. Encima del cabildo se construyó el matadero de carácter semi-rural cuyas malas condiciones sanitarias y su asociación a la barbarie de los federales le daba carácter al barrio de colonial y marginal. La zona se transformó en periferia urbana: pobreza, prostitución e insalubridad.

Para inicios del siglo XX la distancia histórica con las ruinas estaba establecida, dos generaciones separaban a quienes allí vivieron; el imaginario colectivo había desdibujado el evento construyendo una versión mitificada y la población comenzó a identificar lo restante con el nombre de “las ruinas”. Pero a la ciudad se llegaba por la calle Beltrán y el viajero pasaba entre escombros. Eso le daba un tono romántico y de “ciudad renacida” pero no era sencillo de explicar el abandono. El municipio comenzó a preocuparse cuando la legislación obligó a ampliar las calles como protección contra terremotos y eso obligó a demoler parte de las ruinas: la fachada, la portería, el muro lateral y parte del convento; todo cortado siguiendo la nueva línea municipal. Más tarde se comenzó a arbolar las calles y a construir acequias mejorando las veredas que al menos disimulaban el estado de la zona en el acceso a la ciudad, que estaba llena de bríos previos al Centenario, la economía crecía, la mano de obra europea resultaba barata y eficiente y el ferrocarril la comunicaba con el mundo. El progreso indefinido imperaba triunfante y parecía no acabar, al menos para algunos. Fue en ese contexto en que se decidió transformar las ruinas de San Francisco, ex jesuitas, en un paseo para ser visitado, no ocultarlo sino destacarlo. Un caso sin precedentes en el país y con pocos en el continente, no se trataba de reconstruirlo o de transformarlo, sólo limpiarlo y mejorar su imagen para que quedara como una ruina en una jardín. Si Roma tenía ruinas clásicas o Londres las tenía fabricadas a medida, también las tendría Mendoza. Ya no se podría entrar a caballo o en carro, habría rejas y controles. No parece haber sido obra de un arquitecto, se trató de un emprendimiento municipal y en un año de trabajo el sitio era irreconocible: de abandono había pasado a ser un auténtico jardín romántico.

Lo primero que se hizo fue el retiro del escombro que, como una verdadera montaña cubría todo el terreno, que recordemos que en origen había sido toda la manzana pero que ahora, por invasiones de construcciones irregulares, se había reducido a menos de un cuarto de lo original. El volumen retirado fue realmente enorme y se puede apreciar en las fotografías, el que fue sacado ordenadamente para la reventa de los ladrillos. Se llegó a un nivel de piso casi coincidente con el antiguo y se dejaron a la vista los arranques de los pilares y los muros. También se dejaron algunos grandes bloques de mampostería caídos que no se los retiró para acentuar la imagen de derrumbe. Todo resto de la fachada y el muro lateral fue retirado, se hicieron veredas con acequias para el riego del nuevo arbolado y se construyó un muro de adobe para separar las ruinas de los transeuntes y controlar su acceso. Se volvía a definir el espacio urbano en el sitio, determinando qué estaba fuera y qué quedaba dentro, aunque el nuevo trazado no coincidiera con el de la antigua iglesia y su convento. El primer muro de tapia pasó a ser de piedras, se le colocaron rejas con columnas de hierro para terminar con una reja ornamental. Estos cambios se notan en las fotografías que ya no eran tomadas desde el interior mostrando, pasaron a la esquina con gente en las veredas. Ya no hubo más hombres a caballo o en carros dentro de las ruinas, ya eran restos “civilizados”.

Se fueron sembrando enredaderas, árboles y plantas lo que rápidamente cambió la imagen del sitio de desierto en casi tropical, incluyendo palmeras y acacias que aún existen. La vigilancia y el control del acceso completaron esa primera etapa. La siguiente fue la construcción de un lago artificial con un puente, lo que acrecentaba la idea de jardín romántico. Se colocaron bancos para contemplar el sitio y permanecer en él. Con eso las ruinas llegaban a su momento culminante en cuanto a su rescate como monumento del pasado.

El problema que surgió fue el de la propiedad: era de los franciscanos, los que no tenían ningún interés en las ruinas. El municipio emplazó a la orden para que pagara los impuestos atrasados del lugar abandonado, así que la solución fue hacer lo que se hace con contactos políticos: el gobierno de la provincia se hizo cargo de la deuda, le pagó al municipio y éste se hizo cargo desde el 23 de noviembre de 1907. Muchos no estuvieron de acuerdo de pagar todos las deudas y hubo una polémica en su tiempo. Pero así fue y por eso pasó a la comuna.

Qué significaba preservar era muy diferente a lo que hoy podemos imaginar y son ejemplos la demolición de la casa histórica en Tucumán en 1875 para dejar solamente la Sala de la Declaración o la idea de hacer un nuevo cabildo en Buenos Aires que imitara al semidestruido en 1905.

En ese contexto de ideas confusas resulta interesante este caso de preservación (diríamos ahora “puesta en valor”) hecha por un municipio. Fue el resultado de la particular historia de la ciudad, de la fuerza de la memoria colectiva que además de construir un imaginario mítico sobre el terremoto quiso tener referencias materiales de los sucedido, y para eso sirvió la ubicación en el acceso a la ciudad, la irregular situación de la propiedad y el romanticismo de la intelectualidad.

Un conjunto de coincidencias que hizo que hoy existan las ruinas de San Francisco.